Decepcionado por los resultados de la elección presidencial de 2006 –en cuya campaña me involucré personalmente en un intento por ayudar a encontrar una salida democrática a lo que prometía convertirse en una pesadilla autoritaria de largo aliento– me enganché, desde el 2007, en el estudio sistemático de los autoritarismos y los procesos de transición a la democracia.

Me motivó la necesidad y la angustia de encontrar respuestas serias a un fenómeno que comenzamos a vivir con la elección de Chávez y su Asamblea Constituyente, y que terminaría expropiando nuestro futuro y el de nuestros hijos.

Esta inclinación personal me llevó a emprender una serie de iniciativas, entre ellas la fundación del Centro de Estudios Políticos de la Universidad Católica Andrés Bello.

Gracias al apoyo de sus autoridades, de un equipo académico del que me siento orgulloso, y la vinculación con una comunidad de expertos internacionalmente reconocidos, hemos tenido la oportunidad desde el CEP-UCAB de trabajar cada día y de manera formal, desde el año 2013, en la comprensión de un fenómeno que, aunque inédito para Venezuela, no lo era para la ciencia política comparada que, por décadas, venía estudiando el fenómeno autoritario en el mundo y su capacidad de adaptación a las presiones democratizadoras, mutando a lo que hoy conocemos como regímenes híbridos.

Es así como hoy comprendemos mucho mejor que la diferencia entre estar en una democracia o bajo un régimen autoritario nada tiene que ver con que se celebren o no elecciones, porque los regímenes híbridos, como el de Venezuela, también las celebran, muchas veces con mayor frecuencia que las democracias, y las ganan, muchas echando mano de los recursos y el poder que otorga el control de las instituciones del Estado.

El problema para estos regímenes comienza, justamente, en el punto en donde Venezuela se encuentra hoy: cuando quienes ocupan el poder ya no pueden ganar elecciones.

A partir de allí su dilema está entre permitir elecciones competitivas –que perderían– o cambiar las reglas de juego para impedir que sean competitivas. O no hacerlas, si la ventaja de la oposición es tal que el cambio de las condiciones o el fraude electoral no son suficientes para mantenerse en el poder.

El régimen venezolano pareciera haberse decidido por esta segunda opción: la de su autocratización mediante la suspensión de procesos electorales. Ya lo hizo con el referéndum revocatorio, la elección de gobernadores, o la de alcaldes de este año –para celebrar un año después las regionales– bajo un evidente deterioro de las condiciones electorales, lo que no tiene precedente en la historia de arbitrariedades de este Consejo Nacional Electoral.

La estrategia evidente del régimen consiste, más que en ganar las elecciones, en hacer que la oposición las pierda. Para ello la generación de abstención del lado opositor se ha convertido en el centro de sus esfuerzos durante las últimas semanas. La derrota perfecta consistiría, obviamente, en lograr que ningún opositor vote.

Si bien es cierto que la derrota perfecta de la oposición no es posible mientras ésta participe, también lo es el hecho de que el régimen continúa esforzándose por reducir la participación, principalmente entre quienes siendo de oposición no se sienten identificados con la MUD.

Estudios de opinión pública que respetamos parecieran indicar que los niveles de abstención estarán 40% y 50%. Entre los independientes y la oposición no alineada con la MUD es mayor la tendencia a no participar.

El régimen conoce esos datos mejor que nadie y toma ventaja de ellos produciendo decisiones e informaciones que exacerban la tendencia abstencionista entre opositores.

Con ese fin celebran la elección en medio del puente del 12 de octubre, niegan la sustitución de candidatos establecida en la Ley, anuncian la eliminación de la tinta indeleble, hablan del sometimiento de los gobernadores a la Asamblea Nacional Constituyente, entre otras sorpresas que, de seguro, veremos en los días que restan hasta el 15 de octubre.

A estas tácticas que dificultan el voto y buscan generar dudas sobre la posibilidad real de elegir, se suman otras que atacan la credibilidad de la oposición, insinuando desde el alto Gobierno la existencia de un diálogo supuestamente exitoso con la oposición.

La realidad del asunto es que en todo proceso de transición pacífica ha habido comunicación y negociaciones entre Gobierno y oposición. No debería satanizarse la negociación, por el contrario, debería celebrase que las haya. Ello implicaría que el régimen necesita algo de la oposición que no puede obtener o mantener por sí mismo, es así como suelen iniciarse los procesos de transición.

Lamentablemente, por lo que conocemos hasta hoy, no hay razones para ser optimistas en relación al diálogo en el que el régimen ha venido insistiendo. Pareciera que el diálogo que el régimen busca no es el que apuntaría a la resolución del conflicto político sino a una táctica dilatoria que busca ganar tiempo mientras trata de dividir a la oposición, en un intento por constituirse en mayoría entre varias minorías.

La estrategia de autocratización del régimen va más allá del “divide y vencerás”. Está consciente de que eso puede no funcionar –porque la oposición sabe que dividida tienen menos oportunidades de salir airosa en cualquier estrategia– y el régimen se prepara para procesos más duros y represivos, como parecieran indicar las visitas de esta última semana a homólogos que han sido exitosos en mantener el poder por las buenas o por las malas, como es el caso de Putin en Rusia, Lukashenco en Bielorrusia, y Erdogan en Turquía.

(Ver también: Estudiantes universitarios llaman a votar)

En medio de todo este escenario, y ante la cercanía del 15 de octubre, es obligatorio tratar de contestar a la pregunta que todos se hacen. ¿Para qué sirve votar en una elección regional que será la menos justa, la menos competitiva y la menos transparente que hayamos tenido desde que el oficialismo llego al poder? Ciertamente, el éxito en la elección regional no generará una salida inmediata ni el cambio de régimen que resulta esencial para poder iniciar la normalización de la vida nacional y la solución a la grave crisis política, económica y social que hoy vivimos.

Esa continuará agravándose mientras el Gobierno siga en las mismas manos. Pero también es cierto que perder la elección regional nos alejará de manera significativa de cualquier posibilidad de transición en el corto plazo.

La abstención puede generar la pérdida de varios estados, sobre todos los más pequeños en donde cada voto cuenta. La votación de la oposición el 15 de octubre superará en número de votos al régimen, pero cuando se anuncien los resultados lo que veremos no será el número de votos que cada parte obtuvo sino el número de estados con los que se quedan el Gobierno y la oposición, aunque se hayan perdido por un voto.

Una elección regional en la que la mayoría de las gobernaciones queda en manos de la oposición, reforzará la presencia y capacidad organizativa y de movilización de la oposición en esos estados y generará expectativas positivas de cambio que inciden en la disposición de la gente a activarse y luchar.

Una elección regional en la que la mayoría de las gobernaciones quede en manos del régimen reforzará la capacidad y presencia del Gobierno, mientras divide aún más a la oposición, destruyendo las expectativas positivas sobre la posibilidad de un cambio, y desmoralizará a la gente de cara a los desafíos del 2018.

Sin unidad de las fuerzas políticas y sociales y sin capacidad para movilizarse y presionar, no habrá elección presidencial en 2018, y de haberla será bajo condiciones en las que no podremos elegir un liderazgo para cambiar a nuestro país.

En otras palabras, las elecciones regionales sí son una oportunidad para avanzar en una estrategia de transición consensuada entre los partidos de oposición, siempre que tal consenso sobre una estrategia realista exista.

Si de este proceso salimos con más de la mitad de las gobernaciones, más unidos, con claridad sobre los pasos siguientes para avanzar hacia un cambio político habremos ganado. Si de este proceso salimos con menos de la mitad de las gobernaciones, con una oposición fracturada porque ahora algunos apuesten a que pueden ganar jugando solos con su propia estrategia, habremos perdido.

Lo sucedido con la elección e instalación de la Asamblea Constituyente tendrá repercusiones en los niveles de participación en las regionales, lo cual no implica que el régimen las pueda ganar, pero sí cierra la brecha entre Gobierno y oposición en algunos estados y facilita las condiciones para un potencial fraude, como sucedió con la elección de la Asamblea Constituyente.

Debemos tener claro que tanto un ciudadano que dice que va a votar como otro que dice que no va a votar son oposición, pero con interpretaciones distintas de la realidad. Todos somos opositores que luchamos por la misma causa: un cambio político que permita regresar a un país normal, con una democracia plena.

Lo que no podemos permitirnos es la división en torno a falsos dilemas, como voto o calle, diálogo o protesta. En realidad de lo que estamos hablando es de tácticas complementarias que forman parte de una misma estrategia que debe considerar que difícilmente tendremos en el futuro próximo voto sin calle o diálogo sin protesta.

Dejar de luchar por tener dudas sobre el resultado final equivale a no levantarse por miedo a caer de nuevo. Eso es lo que no nos podemos permitir. 

♦Benigno Alarcón/ Director del Centro de Estudios Políticos

*Este artículo fue originalmente publicado en Politikaucab.net, revista digital del Centro de Estudios Políticos de la Universidad Católica Andrés Bello.