La revista SIC nació hace 80 años en aquella Venezuela que despertaba de la dictadura y que con petróleo trataba de salir del atraso y la pobreza seculares. Nace en un mundo desbocado hacia la guerra más espantosa, con el fascismo en auge y lanzado a dominar el mundo, con la joven Revolución Rusa que prometía el entierro del capitalismo y el paraíso comunista en la tierra. Nace en enero de 1938 con la convicción de vivir en una encrucijada histórica “de la que ha de surgir ineludiblemente buena o mala una Nueva Venezuela” (Editorial SIC n.1).
Hoy celebramos los 80 años no con nostalgia de anciano, sino con la conciencia y el reto de contribuir a salir de esta dictadura corrupta que ha traído la ruina nacional. El extraordinario número aniversario de SIC invita a la esperanza para construir una nueva Venezuela.
Nació con inspiración católica para aportar reflexiones y propuestas para la vida nacional, no mirando a la Iglesia rural, conservadora y débil del pasado, sino con doctrina social centrada en las “cosas nuevas” (encíclica Rerum Novarum) para la revolución industrial y urbana y de la Venezuela que nace.
Desde hace 50 años, SIC es responsabilidad de los jesuitas del Centro Gumilla con todo el equipo de hombres y mujeres colaboradores metidos de lleno en la urgencia de buscar soluciones para este país crucificado.
El Centro Gumilla fue fundado en 1968, que por varias razones es fecha crucial: ese año el “Mayo francés”, los universitarios desde Berkeley y decenas de universidades estremecen al occidente rico pidiendo a gritos “Paren el sistema que me quiero bajar”; y los tanques soviéticos aplastan la Primavera de Praga.
El catolicismo latinoamericano es sacudido en Medellín por la decisiva Conferencia latinoamericana de obispos, a los tres años (1965) del terremoto esperanzador del Concilio Vaticano II. Ese mismo año los superiores jesuitas latinoamericanos reunidos en Río de Janeiro bajo la profética conducción del Superior General Pedro Arrupe invitan a los jesuitas con su “Carta de Río” a una profunda renovación espiritual y social.
En ese contexto nace el Centro Gumilla con el enorme reto de transformar la sociedad desde la esperanza de los más pobres y excluidos. No con dialéctica marxista que elimina toda iniciativa privada por el estatismo totalitario, sino con responsabilidad y solidaridad para construir el bien común con estructuras económicas y sociales, donde los pobres no sean objetos de una minoría privilegiada, sino que se transformen en sujetos de la política, economía y la convivencia social.
El Concilio Vaticano II había proclamado con claridad evangélica: “Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón”. Afirmación central en la entrada y corazón del documento “La Iglesia en el mundo actual” (n.1); ello nos lleva a dejarnos interpelar por la realidad humana de cada momento. Conectar con las esperanzas y angustias de la gente es, según el Evangelio, el toque de autenticidad de los seguidores de Jesús. En Él vemos un amor de Dios, que no es religión que evade o bendice lo inhumano, sino que lo transforma y libera.
No faltaron críticos religiosos que acusaron al Concilio de olvidar a Dios para ocuparse del mundo. En respuesta, el Papa Pablo VI en su magnífico discurso de clausura subrayó que el Concilio era “un simple, nuevo y solemne enseñar a amar al hombre para amar a Dios”. Formidable reto transformar toda la Iglesia y toda la sociedad en esa dirección.
El Centro Gumilla en la década de los 70 se convirtió en signo de contradicción: para unos blanco de acusación de comunistas y para otros, luz de esperanza y cambio. Ahora en 2018 el gran reto es compartir tristezas y angustias de los hombres y mujeres de Venezuela y contribuir a transformarlas en esperanza, liberación y reconstrucción con reconciliación nacional.
Hay gran consenso en que necesitamos reconstruir la República, espiritual y materialmente, sobre dos pilares distintos y complementarios: creatividad productora y solidaridad para un bien común sin pobreza ni excluidos.