Desde 1990, el segundo domingo de noviembre, la Iglesia en Venezuela celebra el “Abrazo en familia”. Este año será el 11 de noviembre. Dada la dramática situación que viven millones de familias venezolanas con hijos, nietos, hermanos y padres esparcidos a los cuatro vientos del mundo y luchando por la vida que les niega el régimen venezolano, este año el “Abrazo en familia” será espiritual y sin fronteras.
Esta situación hace que el “Abrazo en familia” deba trascender las paredes de templos, iglesias, escuelas católicas y fronteras de las naciones para llegar adonde las familias viven y sufren su separación. Estrechar a los seres queridos con brazos que cargan la nostalgia del reencuentro será imposible sin un cambio radical (de raíz) de gobierno y de régimen.
Hoy el “Abrazo en familia” debe vencer las fronteras, incluso entre personas que son víctimas y actores de la división del país: familias que no se hablan, vecinos enfrentados por el sectarismo político, heridos y negados por discriminaciones sistemáticas desde el poder por quienes se consideran dueños del país y lo quieren monocolor y excluyente. A eso le llaman revolución.
El abrazo en familia y sin fronteras ha de ser la llama de un renacer espiritual de perdón, de reconocimiento del otro y de reconciliación, que regenera al que abraza y perdona y también al que responde con abrazo y gratitud. Por eso creemos que este año la Iglesia debiera trascender también las fronteras y barreras que nos dividen a los venezolanos; a los que vamos a la Iglesia y a los que no: romper la ciega cadena que devuelve mal por mal, negación por negación y que no tiene vida, ni esperanza.
Como dice S. Pablo “no hagan justicia por ustedes mismos” y “no te dejes vencer por el mal, por el contrario vence el mal con el bien” (Carta a Romanos 12,18-21). Que los otros no nos teman como amenaza; quienes simpatizaron con el régimen y hoy se distancian de su iniquidad no debieran temer a represalias, si no son delincuentes. Sin una fuerte movilización de la nostalgia de fraternidad que todos llevamos dentro, se frustran y no pueden hacerse realidad la libertad y la igualdad soñadas por las sociedades modernas y sus leyes.
Tal vez es escasa la audacia de nosotros los cristianos y débil esa fe de la que Jesús decía que mueve montañas. Quizá nos escudamos en la muy errada convicción de que en la mitad de los venezolanos ya no quedan rescoldos de fraternidad…
Es cierto que muchos se fueron de la casa materna católica y se consideran agnósticos y poco inclinados a prácticas religiosas, pero sus convicciones de fondo y su búsqueda de la fraternidad que lleva a encontrase con Dios en el hermano están muy por encima de su religiosidad. Añoran perdonar y amar al que es amigo e incluso al que dejó de serlo o se transformó en enemigo.
También para ellos es verdad íntima que su vida solo tiene sentido trascendente en el amor y la hermandad. “Amémonos unos a otros porque el amor viene de Dios: todo el que ama es hijo de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, ya que Dios es amor” (1 Juan 4,7-8). Un Dios que bendice a todo aquel que -aun sin reconocerlo- da de comer y de beber al necesitado, visita al preso y cuida del enfermo, como nos lo dice Jesús (Mateo 25, 31-40), ahí está encerrada y reprimida una enorme energía interior que la necesitamos para reconstruir el país.
Si nos dedicamos a liberarnos unos a otros del odio y de las barreras que nos paralizan, activaremos una increíble creatividad para renovar a Venezuela. Que la justicia (incluida la justicia transicional) haga su labor, mientras que el amor, el perdón y la generosidad se desbordan devolviéndonos el mutuo reconocimiento como ciudadanos, corresponsables de rehacer los cimientos de la República para lo cual tenemos que sentirnos “nos-otros”, juntos pero distintos, creando una nueva institucionalidad en la que el bien de uno es también de los otros y viceversa.
¿Milagro? Ciertamente, pero milagro al alcance de nuestro corazón y deseo de hacer el bien transformando el mal en la vida y convivencia que todos añoramos y necesitamos. Abrazo en familia, abrazo sin fronteras.