Llevaba al menos un mes buscando una frase que calara en mí para poder escribir una reflexión al respecto. Encontré muchas. Es más, realicé más de un análisis, pero ninguno funcionó. Confieso que este lo escribí en la madrugada, aunque ya tenía al menos dos que pude haber usado.
Antes de citarles la frase que escogí, me gustaría que conociesen primero quién fue la autora y porqué terminé escogiéndole a ella.
Audrey Kathleen Ruston, mejor conocida como Audrey Hepburn (1929-1993), fue una de las mejores actrices de la época dorada de Hollywood, y sin duda una de las más populares. Nació en Bélgica y pasó su infancia viajando entre Inglaterra y los Países Bajos. Durante su juventud sufrió la Segunda Guerra Mundial, y a causa del hambre se enfermó de anemia y otros problemas respiratorios.
En 1989, recordando la ayuda que recibió, se hizo embajadora de buena voluntad de UNICEF: “Sé perfectamente lo que UNICEF puede significar para los niños, porque yo estuve entre los que recibieron alimentos y ayuda médica de emergencia al final de la Segunda Guerra Mundial”, afirmó. “Tengo una enorme gratitud hacia UNICEF y una confianza sin límites en lo que realiza”, dijo.
Creo que, entre toda la historia del mundo, la Segunda Guerra Mundial es uno de mis temas favoritos. No sé si es porque, entre las dos, es la que más tiene registros de lo que ocurrió y al estudiarla se puede casi sentir la guerra misma o es porque me sorprende el nivel de bestialidad al que puede llegar el hombre por querer tener poder.
Audrey, al igual que Anna Frank, sufrió las consecuencias del holocausto. Aunque ella no lo padeció como la pequeña Anna, su caso también fue bastante duro. No creo que exista algún caso que no lo sea, pero lo que hizo especial a esta actriz fue que no se detuvo en su sufrimiento, sino que continuó sin dejar de lado lo que tuvo que pasar durante sus pocos años de edad en la época de la guerra.
Audrey no es tan reconocida en el presente. La verdad, no comprendo el porqué, pero si me gustaría tomar sus palabras para evitar que entre los jóvenes como nosotros se pierda el aura que ella dejó en el mundo.
“Recuerda, si necesitas una mano que te ayude, encontrarás una al final de tu brazo. Al madurar en edad, descubrirás que tienes dos manos, una para ayudarte y otra para ayudar a otros”.
No les voy a decir que esta máxima me cambió la vida, porque no es verdad. La razón de ello es porque aprendí que, si quiero lograr algo, debo hacerlo yo misma. Hace más de un año comprendí que si necesito ayuda, no puedo esperar que otro me la dé.
Creo en que no existe mejor sensación de gratitud que la que puedes generar tú misma por ti. Pensar que todo lo que has logrado ha sido por tu propio mérito y que eres, suficientemente, fuerte y capaz de seguir continuando. Me siento capaz de lograr todo lo que me he propuesto solo por el simple hecho de recordar que yo misma puedo ayudarme.
Lo que causó incomodidad en mí no fue eso, sino la otra mitad de la máxima. La parte que dice: al madurar, descubrirás que tienes dos manos. Ciertamente, sé que tengo dos manos. Yo no sabía que una me ayudaba a mí, pero si sabía que la otra debía ayudar a los demás. ¿No es irónico? Yo no sabía que me estaba ayudando con una, es más, no sabía que una de ellas era nada más para mí, pero era justamente lo que hacía. Estaba cumpliendo la función que debía. Sin embargo, sí sabía que tenía otra que debía ayudar a los demás, pero no lo estaba haciendo.
Fue decepcionante para mí volver a leer toda la historia de Audrey. No por ella, sino por mí. Crecí en un colegio católico y mantengo mis estudios en una universidad católica. Claramente, sé que hay otros a los que debo ayudar. Tampoco quiero decir que no lo hago del todo. Tengo mis maneras de ayudar a los demás.
Pero, ¿no les pasa también que se esconden detrás de la crisis por la cual estamos pasando para justificar que no puedo darle la mano a otro? Suena rudo y puede que varios lo nieguen. Pero es la verdad. Al menos la mía. Tampoco quiero decir que ninguno lo hace. Aquí en este salón puede haber unos 2 o 3 que saben que tienen una mano para ayudar a otros. Pero, ¿cuántos sabían que la otra mano es para ayudarse a sí mismos?, ¿cuántos saben que la ayuda no se encuentra si solo la buscas?
Para nadie es secreto que todos aquí sufrimos lo mismo, padecemos lo mismo y vivimos lo mismo. Quizá lo que cambia es la intensidad. Pero quiero dejarles esa reflexión. Me gustaría hacerles entender que no hay que esperar que otro nos ayude, porque como sociedad somos capaces de ayudarnos a nosotros mismos. Así como también somos capaces de ayudar a otros.
Estamos viviendo nuestra propia guerra. Nadie más la está sufriendo con nosotros. Nadie puede entender lo que es estar en esta situación. Ya sea los que sufren afuera solo por tener esta nacionalidad o los que sufren adentro, solo por vivir acá. No fue fácil para mí decidir dejar de esperar ayuda de otros, pero lo hice. No es fácil para mí decidir dejar de decir que ayudo a los demás y comenzar a hacerlo, pero lo haré. Quiero hacerlo, aunque aún no sé cómo.
Sin embargo, lo primero que debía hacer ya lo hice: reconocer que una de mis manos estaba fallando. Ahora, me gustaría que hicieran lo mismo. De todo corazón, ¿son lo suficientemente maduros de edad para saber que tienen dos manos?
♦Gabriela Reggio/Estudiante de Comunicación Social
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