El 31 de enero de 1855, el General José Tadeo Monagas toma posesión de su segundo mandato. Una vez que culminan los oficios religiosos en la Iglesia de San Francisco, el nuevo Presidente y su comitiva se trasladan a la Casa de Gobierno, para la correspondiente celebración, y  entre aplausos, felicitaciones y vítores, se escuchan en los amplios salones las siguientes palabras:

“Parece, Señor, que los males físicos, morales y políticos se han confederado para oprimir esta desgraciada República: carestía en las subsistencias por causas bien conocidas; lamentable atraso en la agricultura por motivos que vos sabéis, amargo malestar y más amargo porvenir de las familias, enfermedades y epidemias que han diezmado y aniquilado algunas poblaciones, ausencia absoluta de toda policía preservadora del contagio, que han arrastrado a la tumba centenares de víctimas, silencio sepulcral de la prensa, única lengua de los pueblos para emitir sus quejas, una deuda inmensa que gravitará sobre diez generaciones, amenazas de muerte a porciones indefinidas de la sociedad, ciudadanos y militares que por aberraciones políticas están en playas(tierras) lejanas comiendo un pan de lágrimas…”[1]

Este desolador balance viene de la pluma de un alto prelado de la Iglesia Católica, monseñor Mariano de Talavera y Garcés, obispo de la diócesis de Guayana entre 1827 y 1842, quien sorprende al presidente Monagas y a la nutrida concurrencia que le acompaña.

 

(Ver también: #EsHistoria: La gripe española, esa otra epidemia que diezmó Venezuela hace 102 años)

La Venezuela que retrata Talavera es el resultado de casi dos décadas de gobierno de los hermanos Monagas, José Tadeo y José Gregorio, caracterizados por el desorden fiscal, alzamientos internos, mala administración, corrupción, nepotismo y numerosas epidemias que merman a una ya golpeada población.

En 1854, una epidemia de viruela había atacado las poblaciones de Barquisimeto, Carora, Yaritagua y Cabudare, y para septiembre de ese mismo año el temido cólera morbus, originario de India, tocó tierra venezolana procedente de la isla de Trinidad. La costa oriental del país entró en cuarentena y a pesar de ello, en agosto de 1855, el flagelo se extendió a La Guaira, Caracas, centro y occidente del país, sembrando la muerte a lo largo y ancho del territorio. En 1856 el cólera desapareció progresivamente, llevándose, aproximadamente, a más de 20.000 almas.  [2]

La cifra anterior sirve de sustento a las denuncias expuestas por monseñor Mariano de Talavera en tan sustancioso discurso, demandas que no debieron pasar desapercibidas en aquella Venezuela de la segunda mitad del siglo XIX, así como tampoco la labor desarrollada por la Iglesia Católica no solo en la atención y auxilio de una población azotada por numerosos males, sino en la cuidadosa y detallada elaboración de los registros eclesiásticos, que incluyen nacimientos y defunciones, información que permite al investigador disponer de una valiosa y confiable fuente primaria.

Las palabras de Talavera retumban en los oídos 145 años después, y aunque en la historia no hay comparaciones, sobran las analogías con el “Hoy, aquí y ahora”.

♦Texto: María Soledad Hernández.Directora (e) Instituto de Investigaciones Históricas UCAB/Fotos: archivo


[1] Francisco González Guinán, Historia Contemporánea de Venezuela, Tipografía El Cojo, Caracas, 1910, pp.448-449
[2] P. Rodríguez Rivero, Historia de la epidemia de cólera en Venezuela 1854-1856, Parra León Hermanos Editores, Caracas, 1929

 

(Ver también: La gripe española, esa otra epidemia que diezmó Venezuela hace 102 años)