En estos días, una serie de artículos y opiniones circulan por las redes en torno a cómo vivir cristianamente este tiempo de la cuarentena. No pretendo dar una respuesta definitiva, ya que cada cristiano tiene que discernir qué le pide Dios y cómo puede responder a lo que le pide Dios. Mi texto no pretende invadir el espacio personal e íntimo de cada creyente, es tan solo una reflexión acerca de los sacramentos y su posibilidad de celebrarlos en una situación de pandemia.

Un hecho es cierto, las Iglesias están cerradas y no hay posibilidad de celebrar ritualmente los sacramentos. De esta constatación me surgen dos preguntas. La primera se la hacen muchas personas y es más de carácter jurídico, la segunda apela a la vena devota de la vida cristiana y abre la posibilidad de una reflexión más amplia acerca del sacramento: a) ¿Dónde queda el cumplimiento de los preceptos en torno al sacramento? Aquí la respuesta es obvia: cuando hay algo ajeno que impida la consecución del sacramento no hay pecado, en este caso se cumple el precepto con la recta intención. b) En estas circunstancias, ¿cómo puedo vivir los sacramentos? La respuesta aquí no es tan obvia y requiere algo de tiempo, lo que haré mediante distintas consideraciones.

Primera consideración: Las dos preguntas son el indicativo de algo profundamente importante en la vida de la gente. Tenemos necesidad de los sacramentos, o dicho de otro modo, no podemos vivir sin ellos. Tenemos necesidad de los sacramentos como tenemos necesidad de los abrazos aunque de momento sean prohibidos; tenemos necesidad de los sacramentos como tenemos necesidad de ver nuestros amigos y compartir con ellos un café o una comida; tenemos necesidad de los sacramentos como tenemos necesidad de ver a nuestros padres que están lejos y la cuarentena nos impide y aconseja no ir a verlos.

El que no podamos salir, pasear juntos, visitar a nuestros padres, abrazarnos, no significa que podamos vivir sin estos sacramentales de la vida diaria, que, además, hacen respirable y vivible la cotidianidad. Del mismo modo que tenemos necesidad de todo esto, muchos cristianos tienen necesidad de celebrar la Eucaristía, de sentir el abrazo del cura cuando absuelve sus pecados o de acompañar a su enfermo mientras recibe la unción. El sacramento es ese complemento necesario de la Palabra, que nos llena de vida.

Segunda consideración: La segunda pregunta nos obliga a pensar una respuesta que vaya más allá de la estructura institucional. Si ambas preguntas denotan el interés por la vida sacramental, la segunda busca una respuesta que dé sentido hoy, en medio de esta pandemia, a la existencia creyente. La Pandemia no pone en cuestión los sacramentos, ni su importancia, aunque sí nos obliga a repensar los sacramentos en un contexto más amplio del que estamos habituados. Muchas veces solemos reducir el sacramento al el rito celebrado en el templo. El sacramento es mucho más que el rito, aunque debemos decir que el rito es importante, pues es la condensación de todos los momentos del sacramento.

Pongamos un ejemplo: el momento en el que unos padres deciden educar a su hijo recién nacido en el seguimiento de Jesús, en ese momento comienza a celebrarse el sacramento del bautismo. Los padres son los primeros ministros del bautismo, luego en el rito será el cura que acoge el querer de los padres y padrinos. Terminado el rito los padres vuelven a asumir el rol de ministros hasta que el cristiano, ya adulto, renueve su compromiso de seguir a Jesús en el seno de la comunidad cristiana.

Un segundo ejemplo: podemos creer que no vivimos los sacramentos porque no celebramos ningún rito y, además, no está el cura. En este contexto nos agarramos a lo que tenemos: a la Palabra. Esto no está mal, sin embargo, cabe aclarar que la propia Palabra es sacramento que no nos ensimisma, sino que guía al cristiano a una vida significativa (llena de signos de vida o, lo que es lo mismo, sacramental). No es un acaso que los cristianos se sientan vinculados por aquellas palabras de Jesús: “hagan esto en memoria mía” (Lc 22,19). El texto nos recuerda la invitación de Jesús a ser testigos, más allá de cualquier ritualidad, de la entrega del maestro. Como testigo cada uno es ministro de este sacramento, en efecto, cada quien está llamado a ser pan partido y repartido al hacer memoria de Jesús.

A modo de conclusión de esta segunda consideración, subrayo que se debe tener presente que el sacramento es mayor que el rito que lo celebra y el ministro de los sacramentos es el cura cuando lo celebra ritualmente y el cristiano cuando lo hace visible en lo cotidiano de la vida. Los sacramentos gozan de una ministerialidad compartida.


Tercera consideración: Penitencia/reconciliación. Se trata de un único y solo sacramento. El signo «/» que separa dos palabras quiere reflejar una tensión que pone en cuestión nuestra poca flexibilidad a la hora de comprender el sacramento. En efecto, el sacramento al que nos referimos es a la vez penitencia y reconciliación, sin que la cuestión pueda ser resuelta en uno de sus polos. Esta tensión nos recuerda que el sacramento está dirigido a una persona concreta. Las personas cuando se arrepienten del mal cometido, reaccionan de diferentes maneras: a veces sienten la necesidad de pedir perdón, otras veces se sienten aplastados por la ofensa cometida, de modo que lo único que quieren es remediar el daño causado y otras veces necesitan un abrazo de la persona ofendida. Las ganas de llorar en soledad, de festejar el perdón o el deseo de salir al encuentro del otro forman parte de este sacramento.

Como podemos ver, la penitencia/recoiliación toca dimensiones afectivas muy profundas, convirtiéndose en un auténtico bálsamo para las heridas del alma. En este sentido el sacramento es más que el rito, ya que su inicio es anterior a cualquier ritualidad. Si bien el sacramento será mayor que el rito de la confesión, se debe subrayar que no acontece sin la confesión. Durante la Pandemia estamos llamados a vivir este sacramento de modo más alargado, sin que la dilación de la confesión suponga olvidar que el perdón me abre a una fraternidad y reconciliación mayor a la del ámbito de mi círculo afectivo.

Como en los demás sacramentos, también en este sacramento la ministerialidad es compartida. Ministros de este sacramento son los hermanos que nos perdonan y, por veces, también nosotros mismos cuando buscamos caminos de reconciliación. Esto nos anima a vivir el sacramento de la penitencia/reconciliación en el ámbito de la intimidad familiar y en la cercanía de los vecinos.

El sacramento se va configurando en una gestualidad concreta que se hace signo visible del deseo de reconciliación con el hermano ofendido. Rezar por él, llamarlo, ayudarlo económicamente, decirle “lo siento”, es parte de esta gestualidad propia de lo cotidiano en la que va adquiriendo forma el sacramento.

¿Añade algo la confesión? Sí. Llamémoslo la gracia sacramental. ¿En qué consiste esta gracia? No en una fuerza mágica que sale de las manos del cura, sino en la aceptación de la fuerza del Espíritu que nos mueve a vivir el compromiso de la fraternidad y de la filiación en el ámbito mayor de la ecología, de la sociedad y de la comunión en lo santo. No es que el Espíritu no estuviera presente anteriormente, pues ya estaba presente desde el momento en que el penitente se mueve a encontrar al hermano para pedirle perdón; sin embargo, en el rito de la confesión la comunidad acoge el Espíritu derramado en la vida del hermano reconciliado, lo cual es una novedad que no es anterior al rito.

De este modo el sacramento, más allá de la buena voluntad del arrepentido, adquiere una dimensión comunitaria al acoger en su seno el gesto concreto de aquel, que arrepentido, embarra sus manos en el lodo de la humanidad herida y la asiste. La gracia sacramental es el momento de la fraternidad alargada a los muchos hermanos que también necesitan sentirse perdonados.

Cuarta consideración: Eucaristía/fracción del pan. De nuevo la tensión del signo «/» En primer lugar está la acción de gracias de saber que estoy participando del mismo pan que Jesús partió y compartió con sus discípulos. El gesto de Jesús pertenece a todo tiempo y da sentido a toda historia. La acción de gracias celebrada en la comunidad es más que un simple gesto que hace memoria de Jesús cuando comparte un trozo de pan con sus discípulos.

La Eucaristía es un verdadero alimento para la vida. En efecto, en ella celebramos la reconciliación, la escucha comunitaria de la palabra de Jesús, el eco que esa Palabra suscita en la vida de los fieles, el compartir generoso de lo que Dios nos regala con quienes conocemos y no conocemos (el ofertorio no debería ser un simple llevar una patena y un cáliz, sino un compartir de lo que se tiene con el prójimo que necesita), el hacerse presente de la comunidad en la vida de Jesús y la presencia de la vida de Jesús en la vida de la comunidad (la llamada transubstanciación encierra esta doble dinámica en la que todos nos hacemos parte de Jesús porque él es parte de nosotros) y finalmente también acontece la comunión que nos hace parte del cuerpo de Cristo que es la Iglesia.

¿Cómo no extrañar poder celebrar la Eucaristía? ¿Cómo no extrañar al hermano que después de salir de misa me pregunta por mi mamá y me acompaña un momento en su cuidado? ¿Cómo no extrañar a la anciana que me pide ayuda para bajar las escaleras de la Iglesia y que al llegar abajo me llena de bendiciones? ¿Cómo no extrañar al impertinente borracho que nos impide escuchar con atención y cuya presencia nos recuerda que Jesús está en el pan, pero también está en este pobre hombre?

Entiendo totalmente a quienes extrañan y les hace falta la celebración de la Eucaristía. La fracción del pan es la celebración en el templo que no se entiende sin la celebración alargada a la vida cotidiana. El pan partido y comulgado es también el pan compartido con el prójimo que lo necesita. ¿Cuántas veces, en este tiempo de cuarentena, no habremos escuchado el timbre de casa porque un indigente llega en busca de un poco de pan? Este es el momento propicio para celebrar la fracción del pan con el invitado desconocido. Es cierto que la despensa no está llena porque la crisis económica no ha pasado, pero seguramente allí está el kilo de arroz que queríamos llevar a la Iglesia y que impidió la cuarentena. Quizá, ese kilito, se pueda compartir en pequeñas porciones y alegrar la vida de algunas personas aunque sea por un instante, quizá se pueda cocinar el arroz en varias partes y compartir un pequeño plato de arroz con quien toca a mi puerta, quizá se pueda hacerlo llegar a Caritas y así sumar una ayuda más para las cientos de personas que se atienden.

Compartir el pan en familia, y, como familia, compartir el pan con el prójimo que nos sale al encuentro, es el modo como cada cristiano ejerce su ministerialidad en el sacramento eucarístico. En ese gesto que sabe compartir se da la reconciliación, hacemos verdad la palabra del Evangelio leído en el seno de la familia, se comparte la vida con quien carece de vida digna y construimos la fraternidad de los hijos de Dios. Qué bonito y qué grande es este sacramento que puede ser vivido, incluso, en la cuarentena de nuestros hogares.

Quinta consideración: Los medios digitales nos han puesto en comunión. Aquello que muchas veces desunía, nos está uniendo como familia. A mí me alegra ver a muchos sacerdotes compartiendo su celebración con los fieles. Sin embargo es preciso estar atento y cuidarnos de no instrumentalizar el pan partido y compartido. Es importante que ese momento sea un gesto de real comunión y no la alimentación del propio ego. Lo que vale no es cuántos “me gusta” se obtiene durante la celebración o cuántos se conectaron para asistir, sino compartir la vida de Jesús recibida, con la vida de nuestros fieles.

Los sacramentos son un regalo de Dios, un compendio de afectos y necesidades humanas, una posibilidad de humanidad diferente, un aprender a respetar el misterio. Bendigamos a Dios por el don que nos hace cada día.

♦Texto: P. Manuel Antonio Teixeira. Director (e) del Instituto de Teología para Religiosos (ITER) /Fotos: freepik.es