El sacerdote jesuita reflexiona sobre el valor de la fe y el trabajo como palancas para la construcción de iniciativas que parecen inalcanzables, entre ellas la recuperación de la libertad y las condiciones de vida digna para los venezolanos
Recientemente, al analizar las circunstancias de la creación de la UCAB (octubre de 1953), su desarrollo y logros actuales, se me hizo evidente que a veces lo imposible se alcanza. Me quedé con la pregunta de cómo y por qué se logra lo inalcanzable. Preguntas importantes ahora que parecen irrealizables la recuperación de la libertad y vida digna de los venezolanos.
En 1950 había deseos de crear una universidad católica en Venezuela, pero no parecía posible. En siglo y medio de República no había universidades privadas, ni ley que las autorizara; el mundo intelectual parecía desdeñar lo católico en el reino de la razón ilustrada. También entre los obispos y entre los jesuitas prevalecía la opinión de que todavía no había posibilidades para ese sueño.
Según algunos políticos, los jesuitas estaban ilegales en Venezuela y en la Constituyente de 1946 y Gobierno de 1948 se pedía expulsarlos y arrancar de raíz esa mala hierba. Los religiosos ignacianos eran pocos y, aunque en el mundo tenían universidades de prestigio, reconocían que aquí no tenían doctores preparados. Nada se diga de la falta total de recursos para construir la sede, dotarla y pagar a los profesores.
Una universidad católica parecía deseable e incluso necesaria, pero a todas luces imposible. No pensaba así el jesuita caraqueño P. Carlos Guillermo Plaza, pero siempre hay idealistas que pastorean sueños. Esta vez con éxito.
Hoy, 67 años después, la Universidad Católica Andrés Bello, la UCAB, brilla. Lo imposible ha sido logrado. Cuando cumplió los 50 años, en 2003 y con unos 14.000 estudiantes, representaba menos del 1% de la educación superior venezolana, pero entonces y hoy su presencia e iluminación son muy superiores.
La mirada a la sorprendente vida actual de la UCAB me llevó al nacimiento de una insignificante y pobre escuela en Catia. El compromiso social de jóvenes católicos ucabistas, con su director espiritual P. José María Vélaz, los llevó a encontrarse en el barrio con niños pobres analfabetos. No se quedaron en el lamento y se produjo el abrazo de la necesidad de los niños, la generosidad de algunos de sus padres y el fervor solidario de media docena de jóvenes universitarios católicos. Juntos podían lo que, separados, era imposible. Esa alianza tripartita ha resultado la fórmula mágica del milagro venezolano que es Fe y Alegría, recreado hoy en 22 países de tres continentes, con más de millón y medio de alumnos.
La necesidad hace milagros cuando se encuentra con la fe y la convicción de que llevamos dentro la pequeña semilla de árboles frondosos. Los humanos somos unos animales llenos de carencias, pero portadores de sueños capaces de cambiar el mundo.
La Semana Santa es celebrada en la tradición hispana con su rostro más inhumano, con cristos sangrientos, azotados y crucificados. El pueblo cristiano crucificado por tantas carencias y humillaciones pone su esperanza misteriosa en ese Jesús desfigurado y desechado. Celebra a ese muerto como vida.
A pesar de las apariencias, los cristianos no celebramos la muerte de Jesús, sino el triunfo de su vida y la nuestra, la derrota de la muerte y del odio por el Amor. Nadie tiene más amor que quien da la vida por otro, dijo Jesús; darla es el secreto para encontrarla. Él enseñó y demostró que en el reino de este mundo el poder y el dinero son los dioses que se imponen y exigen sacrificios humanos en sus altares. Producen un mundo donde la ley del más fuerte parece invencible y fomenta la lógica de la derrota: “Comamos y bebamos que mañana moriremos”, como dice en el libro de la Sabiduría el frustrado.
En contraste, en todos los humanos de todos los tiempos y latitudes, el amor es una aspiración que anima y da sentido a la vida: los pueblos construyen mitos, movimientos sociales y revoluciones ilustradas para alcanzar cielos y paraísos terrenales. El hombre es constructor de torres de Babel para llegar al cielo o al paraíso en la tierra. Y vemos cómo una detrás de otra se derrumban esas torres antiguas y modernas.
Jesús, condenado a muerte acusado de revoltoso político y de blasfemo, reunido en la Última Cena con un puñado de amigos, les dijo: nadie tiene más amor que quien da la vida por un amigo. A mí me van a condenar y quitar la vida, pero yo la doy por ustedes porque soy su amigo. Dios es amor y el Amor es más fuerte que la muerte.
Cuando llegó la hora y vieron el poder del mal y de la muerte sobre Jesús, los discípulos muertos de miedo, lo negaron y se escondieron. Días después, de manera inexplicable, Jesús resucitado se les presentó como prueba de que el amor es más fuerte que la muerte y que lo inverosímil ha sido logrado en un hijo de Adán de carne y hueso.
Con ello los discípulos pierden el miedo y salen a dar vida y esperanza. Pedro, que lo había negado, dice en plaza pública: A ese Jesús que pasó haciendo el bien y ustedes mataron como a un malhechor, Dios lo ha resucitado y puesto como camino y vida para que todo ser humano lo recorra y viva. El amor es más fuerte que la muerte y lo imposible ha sido logrado.
La vida humana no es un engañoso paréntesis de ilusiones colgado entre dos nadas: nada antes de nacer y nada después de muerto. Jesús resucitado vive porque dio su vida. Su camino, verdad y vida están abiertos, a pesar de la pandemia y combatiéndola, pero cada uno tiene que hacerlos suyos. Es también la hora y el camino para que Venezuela pase de la muerte a la vida.