El sacerdote jesuita insiste en la necesidad de lograr el cambio político en Venezuela, con el fin de superar el socialismo e impulsar políticas públicas que garanticen a todos los sectores posibilidades reales de acceder al desarrollo individual y colectivo
No hay duda de que todos somos distintos y cada uno es irrepetible. Pero también somos iguales en dignidad, con pacto constitucional, con semejantes derechos humanos y posibilidades. Hay el peligro de que, hecha esa afirmación, nos quedemos tranquilos. Pero resulta que la igualdad de oportunidades es una enorme falsedad y que una sociedad no es verdaderamente democrática si no tiene propósito y “voluntad general” de avanzar a la igualdad de posibilidades para todos. Por otra parte, en la actual sociedad venezolana es una burla la afirmación de paridad de ventajas, cuando un abismo separa al 10% privilegiado del otro 90% que vive en radical carencia y sin oportunidades.
Liberales y conservadores. Hace dos siglos el liberalismo político fue una gran revolución histórica: eliminar las monarquías absolutas, donde el trono real se presentaba como irrebatible voluntad de Dios, sin someterse a ninguna otra soberanía, ni constitución, ni opinión de sus súbditos. Además, en el Antiguo Régimen antiliberal unos eran por nacimiento de más dignidad y derechos que otros y barreras infranqueables separaban a nobles de siervos, a mantuanos de pardos, blancos de orilla y esclavos; cada uno tenía que vivir y morir en el estamento en el que nació.
Hoy, con frecuencia, algunos confunden el liberalismo político con el económico y se atribuye el éxito exclusivamente a méritos personales, con la obvia falsedad de que en la carrera de la vida todos partimos desde el mismo punto, equidistantes de la meta y con la misma libertad económica, y que su éxito sería mérito personal y el fracaso, responsabilidad exclusiva de la negligencia de quienes se quedan atrás: los pobres serían culpables de su fracaso y el éxito económico propio de la virtud y mérito personal.
Por el contrario, cuántos pobres que conozco serían muy exitosos si hubieran tenido un mínimo de posibilidades, mientras que otros exitosos serían un gran fracaso en las condiciones de pobreza del otro. Ese juicio moral ignora la radical falta de igualdad de oportunidades: unos heredan bienes materiales, apoyos familiares y equipamiento educativo que le permiten poner a valer los talentos personales y multiplicar los bienes recibidos. La realidad es que la mayoría de la población careció de herencia y de educación y se vio cercada de obstáculos.
La comparación es injusta y engañosa cuando las posibilidades son tan distintas. Nadie en su sano juicio considera ganador en la carrera de 10 kilómetros a quien, habiendo arrancado en el kilómetro 5, dejó atrás al que corrió los 10 con los pies atados y un saco de 20 kilos en la espalda. Por eso, las verdaderas sociedades liberales trabajan para crear máximas posibilidades abiertas al esfuerzo y a la responsabilidad personal de todos. Con ascenso abierto y sin límites van desarrollando la “clase media”, dejando atrás la aristocracia, muchas veces parasitariamente privilegiada, y la pobreza sin oportunidades de superarse desarrollando el esfuerzo y talento propio.
¿A qué viene todo esto? A recordar el gran papel del Estado en la democracia liberal para, con políticas públicas decididas e inteligentes, abrir la puerta a toda la población hacia la igualdad de posibilidades. A eso se debe el formidable salto que dio Venezuela en el tránsito acelerado del campo a la ciudad, con la democracia social, con la transformación de la economía productiva, con renovación educativa y siembra de miles de escuelas por todo el país, que en 30 años anteriores pasó de 10.000 universitarios a más de 1.000.000.
Desde luego la palanca petrolera fue decisiva en la revolución de oportunidades para quienes llevaban siglo y medio de República sin médico, sin zapatos, sin luz y con aspiraciones frustradas. Lamentablemente luego de 25 años de democracia esta se recalentó y los dirigentes políticos y económicos fracasaron por no saber ponerse en la piel de millones de venezolanos condenados a un nuevo empobrecimiento entre 1979 y 1999… El siglo XXI no es el XIX. Surgió un militar con imagen, verbo y promesa de justiciero y salvador, pero confundido de siglo.
Ahora, luego de 22 años de poder e imposición del “socialismo del siglo XXI” es indudable el fracaso en todas las líneas hasta lograr que 90% de la población carezca de oportunidades, de progreso basado en la ética, laboriosidad, creatividad y productividad propias, virtudes necesarias en miles de empresarios y en millones de trabajadores en alianza productiva de unos con otros. El socialismo como mito y esperanza desapareció en el mundo actual, desmentido por el fracaso del “comunismo real”. Al mismo tiempo los éxitos del liberalismo económico terminan en costosos conflictos cuando no hay sociedad solidaria ni Estado con pacto social de posibilidades.
Hoy en Venezuela es imposible que se abran esas oportunidades sin cambio de este gobierno dictatorial fracasado y sin un nuevo Estado empeñado en abrir al máximo las posibilidades de educación financiadas por la sociedad entera, con políticas públicas (es decir del bien común que llega a todos) de salud, educación, infraestructuras… Las posibilidades de trabajo bien remunerado solo serán posibles con un florecer primaveral de iniciativa y de inversión privada con importantes solidaridades del mundo democrático desarrollado. Con estímulo al esfuerzo, superación, inversión y desarrollo del talento de cada uno. Ese salto del actual desierto de posibilidades a una apertura solidaria para el renacer nacional donde el bien personal y el bien común se dan la mano tiene un extraordinario significado ético, pues es pasar de la muerte a la vida. Caminemos hacia la igualdad de posibilidades, sin ignorar que ellas serán aprovechadas de manera desigual, de acuerdo con la responsabilidad y creatividad de cada uno.
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