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Para salvar la universidad pública | Por Luis Ugalde

El sacerdote jesuita pide a la sociedad venezolana abandonar la idea de que el financiamiento de la educación superior debe ser materia exclusiva del Estado 

Alarma el aparente desinterés de Venezuela ante el trágico derrumbe de su sistema educativo. Parece que no interesa al gobierno,  también está ausente en las propuestas de los opositores y la población en las encuestas lo relega al cuarto o quinto lugar. Pero nada tiene efectos tan nefastos y duraderos como los fallos en salud y educación básica.

El estado de  las escuelas y universidades públicas hace llorar sobre sus ruinas la miseria del futuro de la mayoría de los venezolanos. Como nos enseñaron que la educación es responsabilidad (¿exclusiva?) del Estado y que este lo tiene que costear en todos sus niveles, en el silencio educativo solo se escucha la débil protesta de algunos docentes reclamando al Estado el pago que les permita vivir.

¿Quién financia qué? La Constitución afirma que solo la educación “impartida en las instituciones del Estado es gratuita hasta el pregrado universitario” (art. 103). Sin embargo la supuesta “gratuidad” total vendó los ojos del financiamiento universitario. De tal manera que, al comienzo de este siglo en Venezuela, más de 40% del presupuesto educativo nacional era para la “gratuidad” de la universidad pública, con la lamentable debilidad de los niveles educativos básicos.

Ahora que el Estado está arruinado, las universidades de financiamiento público amarradas a él agonizan, pues reciben menos del 10% de lo que necesitan. Es lógico que protesten y pidan financiamiento al Estado, pero este ya no tiene para mantener la universidad “gratuita”; ni con este gobierno arruinado, ni con el siguiente empobrecido, y está obligado a establecer prioridades y buscar otras formas de contribución para el costoso presupuesto universitario.

La “gratuidad” educativa debe concentrar su artillería en la batalla por lograr que todos los niños y jóvenes, desde el preescolar hasta final de la secundaria, estén inmersos en una educación de calidad, con millones de familias comprometidas en la defensa y mantenimiento de la escuela de sus hijos. Sin ese bien precioso y escaso, dos tercios de la población quedarían excluidos de la calidad escolar y alimentarán la futura pobreza del país.

Para salvar la universidad pública

Aferrarse a la “gratuidad” integral de la universidad pública es renunciar a su recuperación como universidad y excluir sobre todo a los jóvenes que carecen de recursos familiares para costearla. Considero imprescindible la contribución de los beneficiarios directos y el logro de financiamientos complementarios al presupuesto estatal.

Si queremos una Venezuela democrática, y sin pobreza ni exclusión, la universidad debe seguir siendo económicamente accesible a quienes no tienen recursos. Al mirar las buenas décadas de la democracia floreciente, vemos un río humano de cientos de miles de estudiantes universitarios de familias de escasos recursos subiendo la escalera más eficaz para salir de la pobreza, poniendo a valer su  talento y respondiendo, así, a Venezuela en su salto de rural, dispersa y atrasada,  a urbana con naciente democracia y responsabilidad ciudadana de pacto social para el bien común.

La educación es costosa y si no superamos la palabra “gratuita” en el nivel superior no podremos concentrar recursos y empeño en la calidad y plena cobertura en las etapas preuniversitarias, ni rescataremos la universidad pública, combinando de manera inteligente y diferenciada la contribución (actual o diferida) a su financiamiento de quienes más se benefician:  el estudiante futuro graduado, las empresas que reciben al universitario preparado, el Estado, las fundaciones nacionales e internacionales, la sociedad…

Por otro lado, tenemos que desterrar la mentalidad del pozo sin fondo en el gasto universitario a cuenta del Estado.  La necesidad nos obliga a reducir repitientes sin prisa y con conciencia de mantenidos, las jubilaciones prematuras del personal antes de los 65 años, el exceso de empleados, el descuido de la productividad universitaria y de la venta de sus servicios con buen nivel competitivo.

La universidad gratuita no existe y necesitamos que la cubran aquellos que más se benefician.  Una buena parte del abono tendrá que ser diferido, con  una parte menor de lo que ganará ya graduado. Por ello es necesario crear un cuantioso fondo de crédito educativo público, manejado con eficiencia y transparencia privada.

Las carreras cortas no pueden ser consideradas refugio sin prestigio para los que no lograron entrar en las largas. Hoy en el mundo (y en la crisis venezolana) la tendencia es  más a carreras cortas de calidad que permitan entrar pronto en el mercado de trabajo y poder financiar en adelante (combinando trabajo y estudio) la formación continua, abierta y sin límite, hasta los niveles más altos y exigentes.

Necesitamos un país libre de complejo de doctor, con millones de jóvenes  que se entusiasmen con lo que hace dos siglos la sociedad colonial despreciaba como “trabajos bajos y serviles”. Naturalmente hoy esos trabajos deben ser entendidos y cultivados dentro de la gran revolución productiva y cultural que estamos viviendo en el mundo de la Sociedad del Conocimiento, de la Transformación Digital y de la Transición Energética. Todo ello  con una universidad que día a día  se pregunte:  ¿Qué  universidad somos y hacemos y para qué sociedad?

*Foto: EFE

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