En este texto, la estudiante de noveno semestre de Comunicación Social, Alejandra Otero, se aproxima al orgullo y arraigo de los adolescentes que viven y estudian en San Javier del Valle, institución que sigue apostando por la formación de decenas de jóvenes afectados por las carencias de la Venezuela rural
“¿Qué es la juventud? Un sueño, ¿Qué es el amor? El contenido de ese sueño” –Søren Kierkegaard. Filósofo danés
Cuando hablamos de Caracas pensamos que es tan grande que probablemente abarque un 25% del mapa de Venezuela. Aquí hay de todo: las mejores universidades e institutos, museos y vida cultural, servicios e incluso calles que, a simple vista, pudieran indicar que estamos en otro país. Claro, esto es una visión sesgada y Caracas también ha sido víctima de un malquerer político.
Sin embargo aquí estamos, y muchas veces hacemos vida sin el reconocimiento de que padecemos de una inherente ceguera capitalina. Esa enfermedad ocular que nubla la visión y que nos impide darnos cuenta de que somos una manchita en un país de 1.076.945 Km cuadrados (incluyendo el Esequibo, en reclamación con Guyana), en donde hay tantos rostros e historias por contar que no me alcanzaría la vida.
Esta ceguera no solo afecta a los habitantes de Caracas -quienes padecemos del grave síntoma de no reconocer nuestros privilegios- sino al gobierno de esta gran extensión de tierra. La centralización no es algo actual. El desarrollo de la provincia se ha visto interrumpido por guerras y guerrillas, el auge petrolero y la revolución de un (o varios) caudillo(s).
Sin embargo, no vengo aquí a hablarles únicamente del desarrollo inconcluso de un país tropical ni del abandono de la provincia, sino de un tesoro que descubrí hace unas semanas en Mérida. Se trata de San Javier del Valle, un instituto técnico que se alza sobre las montañas, se enfrenta al Páramo de La Culata y al Pico Bolívar y acoge a más de 400 jóvenes con esperanzas y sueños.
San Javier es un lugar paradójico. El frío de El Valle parece contraponerse con el calor de los jóvenes, que hacen de este internado su casa. Al llegar, la montaña me dio su bienvenida, al igual que las estatuas del patio central, que pareciesen estar saludando a aquellos citadinos que miran asombrados la mezcla de colores que rodea el complejo.
Los adolescentes de San Javier se gradúan como técnicos especializados en Artes Puras (textiles, carpintería, ebanistería), Mecánica y Agropecuaria, siendo una de las pocas instituciones en el país que ofrece estas especializaciones técnicas y que cuentan con la infraestructura para enseñarles, la cual -como consecuencia inequívoca de una región abandonada- ha desmejorado su capacidad.
Pocos son los que después de graduarse van a poder recibir educación superior, sea en Los Andes o en Caracas -”paraíso terrenal” en donde las oportunidades se hacen tangibles. Por eso, en el instituto se le da tanta importancia al desarrollo de los oficios, los cuales muchos emplean en la región. Sin embargo, con poco financiamiento, los materiales se deterioran, las maquinarías se oxidan, las máquinas de coser se rompen y la esperanza de un futuro queda en stand by.
Con un terreno de más de 1.100 hectáreas, el complejo acoge un abanico de tierra que merece ser trabajada, verdes que merecen ser vividos, talentos y voces que merecen ser escuchadas.
Las mañanas en San Javier comienzan con una tonada desafinada, suena el timbre que indica, cada cierta hora, el inicio o cierre de las actividades en el instituto. Son las 7 de la mañana, pero hace rato que San Javier está despierto. Los pajaritos susurran entre los árboles y los cuchicheos de los jóvenes que van saliendo de sus dormitorios se escuchan en yuxtaposición con ellos. Formados en fila, con bolsos tricolores y uniformes -y tapabocas heterogéneos- los niños y las niñas de tercero y quinto año arman dos filas separadas y se disponen para ir al comedor. Nosotros los seguimos.
La pandemia supuso para los jóvenes de San Javier dos años de incertidumbre y deterioro en las instalaciones del colegio y en su educación. Ahora con una vuelta a la normalidad, el internado solo puede acoger a dos grupos a la vez, versus los seis que anteriormente se quedaban, según nos contó Luis –profesor de madera oriundo de Ejido. “Por la pandemia, algunos dormitorios quedaron deshabilitados. No sé cómo haremos cuando vuelvan todos los 400 estudiantes a la vez”.
La presencialidad accidentada ha sido una característica inherente de la educación en Venezuela durante los últimos meses. Y es que tras estos dos años de Covid-19, más de 7.9 millones de estudiantes en el país se han visto afectados por el abandono de las aulas. Si la pandemia fue una amenaza para los jóvenes de la ciudad, quienes cuentan con un mayor acceso a servicios de Internet y datos móviles, para los estudiantes de Mérida representó dos años de retrasos estructurales.
También, a muchos profesores les cuesta venir hasta San Javier. El profesor de agropecuaria, quien es de Jají, me explicó que solamente existe un autobús para ese pueblo y que pasa únicamente a una hora exacta del día; sin embargo, al hablarme del colegio y de Mérida podía ver en sus ojos un brillo especial y algo esperanzador. «Nada se compara con trabajar aquí».
Las adversidades que supuso la Covid-19 no fueron obstáculos para retomar las clases y los cimientos del colegio se llenaron de vida nuevamente. Los pasillos del Instituto están llenos de rostros de toda Mérida: Santo Domingo, Mucuchíes, Apartaderos, Jají, El Vigía, La Azulita o Ejido, además de Barinas y Apure.
Después del desayuno toca ir a las vaqueras. A unos tres kilómetros del colegio -cuesta arriba, con una vista a todo el valle, pasto húmedo y una mezcla entre azules y verdes que en un punto se entrelazan formando un color nuevo- se encuentra el lugar en donde se desarrolla la educación agropecuaria en el colegio.
Subimos con Francisco, Anthony, Robert y Juan Carlos –residentes permanentes de la institución- y con la agilidad de quien conoce su tierra como la palma de su mano rodaban por las colinas, se llenaban de barro, se lanzaban bosta entre ellos y se encaramaban en los árboles entre risas. Esta es su casa, su tierra, el lugar donde desarrollan día a día estas habilidades inherentes que trae consigo el trabajo de campo y que quizás, yo sea incapaz de tener por crecer en un ambiente citadino.
Al final del día de las vaqueras, no pude evitar pensar que en sus rostros y en sus sonrisas se encuentra lo que mantiene al colegio de pie y el motor para que se mantenga por muchos años más.
Por niños como Herwin, quien es estudiante de textiles y tiene la autenticidad de miles de personas condensadas en una y el talento –y los sueños- para ser un gran diseñador.
Niños como Jesús, que después de graduarse de San Javier, trabaja como obrero en la institución, ayudando en las labores y siempre estando al servicio de quien lo necesita. “Vea, la vida acá es tranquila, el ambiente. Prefiero estar aquí que en mi pueblo. Pero no cambio a Mérida por nada, ni por Caracas, que fui para allá una vez a casa de una tía y estaba balaceada”.
Niños como Gabriel, que dibuja manga como nadie; como Francis, que escribe los poemas más bellos que he leído desde hace un largo tiempo o como Willemson, quien tiene el carisma de un joven político.
El hilo conductor de todos estos personajes que conocí es el mismo: el arraigo hacia su región, el amor hacia su tierra, el patrimonio de sus sentires y el cantar de su habla. Porque a todos se les iluminan los ojos cuando hablan de Mérida, porque entre vallenatos y música campesina proclaman a los cuatro vientos el talento de esta región andina, porque pese a las adversidades y la violencia inevitable que ha transgredido particularmente a algunos alumnos, Mérida es su cuna y San Javier su refugio.
Para muchos de estos niños, jóvenes y trabajadores, Caracas es una quimera en donde los males se alivian y, lamentablemente, para el resto de provincianos también. El eje de oportunidades se encuentra allá, y el talento regional de lugares tan especiales a veces se desdibuja bajo la promesa de un valle lejano y lleno de edificios antiguos de un pasado de gloria y otros nuevos de una identidad ajena.
Pero la nobleza de su identidad se preserva con fortaleza y es un sentimiento tan fuerte que es capaz de hacer que se creen nuevos ejes en todo el país.
Tras una semana de convivencia, talleres enfocados en esos huecos estructurales de su educación, conversaciones densas y otras no tan densas, descubrí el latido de un pedacito de Mérida, que recoge el motivo por el que tenemos que deshacernos de la idea de que el único sitio en nuestro país que puede asegurar futuro es la capital.
Para ello, necesitamos espacios como San Javier, un oasis que cobija cientos de talentos y que es alimentado por el amor que compone el sueño dulce de la juventud.
♦Texto: Alejandra Otero. Estudiante de noveno semestre de Comunicación Social y participante de PAZando 2022 / Fotos: Alejandra Otero, Paola Tovar y Cortesía Dirección de Identidad y Misión UCAB
PAZando es un programa de inserción social universitaria -organizado y promovido por la Dirección de Identidad y Misión de la UCAB- a través del cual estudiantes de la casa de estudios viajan a distintas comunidades rurales de Venezuela, con el fin de conocer la realidad que viven sus habitantes, intercambiar experiencias y ofrecer apoyo y atención desde sus carreras y área de competencia. El programa forma parte de las iniciativas de la UCAB que apuntan a la formación de profesionales integrales, empáticos, solidarios y comprometidos con los sectores vulnerables.
Este texto es resultado del segundo taller de acercamiento a la crónica breve «RePAZando el cuento», una de experiencias formativas organizada para los participantes del programa -antes de introducirse en las respectivas comunidades- con el fin de prepararlos para dejar testimonio escrito de su viaje.
Para más información sobre PAZando, y otros programas e iniciativas de la Dirección de Identidad y Misión UCAB, está disponible sus cuentas de Facebook e Instagram: @ucabmagis.
#CrónicasPAZando2022: Donde el dinero sí crece en los árboles