Fernando Mires
Difícil explicar la persistente negativa del PSOE, ya no para formar parte de un gobierno de coalición sino para permitir que el PP -el partido que nos guste o no obtuvo la primera mayoría- gobierne a España después de haber superado su votación en las segundas elecciones. Si el PSOE tuviese otra alternativa, valga. Pero no la tiene pues si se une con Podemos termina definitivamente de existir. Por lo demás, nadie exige al PSOE muestras de simpatías a Rajoy. Simplemente se le solicita que mediante una decisión responsable no convierta a España en un país ingobernable. ¿Qué es lo que se lo impide?
¿Grandes diferencias programáticas? No. Entre los programas del PP y del PSOE hay más similitudes que semejanzas. ¿La corrupción del PP? Tampoco. En materia de corrupción el PSOE no le ha ido a la zaga, lo sabe toda España. ¿Lucha de liderazgos? Mucho menos. Los líderes de ambos partidos, Rajoy y Sánchez, son personas más bien opacas, incapaces de dar una visión nueva a un supuesto “cambio” al que todos apelan y nadie sabe en que consiste. ¿Perder adhesiones? Y aunque así fuera, la cantidad de adhesiones que perdería el PSOE si convierte a España en nación ingobernable sería abrumadora. ¿Perder su identidad de izquierda ante la izquierda radical que representa Podemos? La respuesta podría ir, quizás, por ese lado.
Como sea, desde que apareció Podemos, PSOE tendrá que compartir su identidad opositora. Y no solo con Podemos, también con Ciudadanos, partido que se erige como portador de los valores de la democracia liberal en contra del “economismo” anti-político del PP. Pero para alcanzar la hegemonía en esa lucha de identidades el PSOE requiere ser oposición y para ser oposición Rajoy debe gobernar. Todo lo que se aparte de ese raciocinio elemental traspasa los límites de la razón política.
¿Estamos entonces frente a un tema que va más allá de la lógica, vale decir, de una cuestión de honor en contra de un partido mayoritario pero estigmatizado no solo por el PSOE sino por toda la clase política del país? Por momentos esa es la impresión que surge cada vez que escuchamos las declaraciones de Sánchez.
Contrasta la incapacidad del PSOE para abrir camino a la gobernabilidad con el pragmatismo que asumieron hace ya mucho tiempo los socialistas alemanes cuando acordaron formar coalición con los conservadores de la CDU/CSU. Primero bajo la presidencia del canciller Kurt Georg Kissinger (1966) y después bajo Ángela Merkel (2005).
Cierto es que Rajoy no es Merkel. Pero tampoco es Kohl. De algún modo tiene en común con este último el vicio de gobernar con mafias y clanes financieros. Pero por otro lado posee una flexibilidad pragmática, una alergia a asumir actitudes fundamentalistas y un europeísmo que lo deja más cerca de Merkel que de cualquier otro gobernante europeo. Podría decirse entonces que Rajoy es Kohl y Merkel a la vez. Esa simbiosis, si bien hace difícil co-gobernar, no impide en absoluto facilitar su investidura como presidente. Por el bien de todos, incluyendo en ese todo al propio PSOE. Si eso no sucede a corto plazo, deberemos suponer que fuerzas irracionales se han apoderado de la mente de la política española.
No hay por cierto una racionalidad objetiva válida para todo tiempo y lugar. Las culturas, incluso las naciones, poseen determinadas características singulares. Lo que es racional en Alemania no tiene por qué serlo en España. La racionalidad, digámoslo así, es y será una racionalidad concertada. Sobre todo lo es en un campo en el cual interactúan tantos actores, como es el de la política. No obstante, existen ciertos parámetros, si no universales, comunes a la política occidental. Uno de ellos indica que una democracia plural está formada por partidos que no solo disputan. Además, cuando es necesario, convergen entre sí.
Ahora, cuando alguien o muchos se apartan demasiado de esos parámetros –es lo que está ocurriendo en la España de hoy- hay que aceptar la posibilidad de que pueda haber otras razones, aparentemente no racionales, que actúan como fuerzas movilizadoras. En ese punto puede ocurrir en política algo muy similar a lo que suele suceder a las personas cuando se observan en ellas formas alteradas (irracionales) de comportamiento.
¿Por qué los socialistas españoles no pueden actuar de un modo tan lógico como lo hicieron en el pasado los socialistas alemanes? ¿Qué es lo que diría sobre este caso un buen psicoanalista?
Un buen psicoanalista diría seguramente lo mismo que diría un buen historiador: Cuando no es posible entender el comportamiento de personas o grupos hay que buscar explicaciones en el pasado.
Y bien, si establecemos un paralelo entre el pasado político alemán y el español, observaremos que ambos tienen, si no algo en común, algo muy parecido: un trasfondo tenebroso. Un pasado que ha conformado dos naciones “post”. La política alemana como post-nazi. La política española como post-franquista. Lo que no tienen en común, sin embargo, ha sido la forma como ambas naciones salieron de ese pasado.
El pasado nazi fue destruido en Alemania. Destruido, dicho en sentido metafórico y literal a la vez. La Alemania actual emergió desde ruinas históricas y materiales. Esa fue la razón por la cual muchos alemanes creyeron que el pasado, después de haber sido castigados los líderes simbólicos del nazismo, yacía sepultado bajo ruinas. No se podía, después de todo, enviar a la cárcel al 90% de la población. Esa que supo del Holocausto sin decir nada en contra.
Así, la gran mayoría de la población alemana de post-guerra dio por muerto al pasado, y como suele ocurrir con los muertos, no se habló más de eso. Los que se dedicaron a la política encontraron en su mayor parte asilo en los nuevos partidos conservadores “cristianos”. Otros, los menos, lo hicieron en las filas de la socialdemocracia. Muchos ex nazis se convirtieron en la Alemania comunista–como no- en eficaces miembros de la burocracia y de la policía secreta.
En breve, pese a la gran cantidad de publicaciones destinadas a “remover” el pasado (Vergangenheitsbewältigung), la mayoría de la ciudadanía alemana de post-guerra eligió como alternativa política la amnesia colectiva. Esa alternativa no lo podían elegir, aunque tal vez la hubieran querido, los españoles.
El franquismo, si bien tuvo sus orígenes en una guerra, no terminó como el nazismo con una guerra. Gracias al talento político del ex falangista Adolfo Suárez, a la inteligencia de Felipe González, a la repentina cordura de Santiago Carrillo, a la serenidad de un rey y a la buena voluntad de una ciudadanía cansada de odiarse y matarse, nació la España política de nuestros días. Fue esa una España de compromisos y negociaciones. Hay que decirlo también, de simulaciones. El pasado, en esas condiciones, no podía ser enterrado como intentaron hacerlo los alemanes. Ese pasado continuó viviendo en las calles, en los bares, en la vecindad, al interior de cada familia. Los odios no desaparecieron, pero sí fueron cuidadosamente disimulados. A esa conclusión es posible llegar después de la lectura, no solo de libros de historia sino de diversas novelas en las cuales nos ha sido relatada la vida cotidiana de la España post-franquista.
En una de esas novelas- hablaré ahora en primera persona- escrita por el notable Javier Marías (“Así empieza lo malo”, Alfaguara 2014), subrayé una vez un párrafo que me llamó mucho la atención. Se trata de las palabras dirigidas por un hombre de edad a un joven de los años setenta. Dice así: “España entera está llena de hijos de putas en mayor o menor grado, individuos que oprimieron y sacaron tajadas, que medraron y se aprovecharon, que contemporizaron; en el mejor de los casos”
Con esos hijos de putas, desde la perspectiva de los ayer vencidos, fue necesario convivir para asegurar la estabilidad política de la transición y así llegar a la moderna España de hoy.
Pensé en Chile.
Pensé que allá también hay fuerzas activas que no provienen de la vida racional. Por un lado, una parte del país hipnotizada frente a una de las programaciones televisivas más vulgares del mundo, dedicada a consumir basura hasta llegar más allá de la estupidez colectiva. Por otro, demostraciones políticas, a veces por motivos banales, que terminan con una violencia inusitada, con heridos y hasta con muertos. Pensé en lo difícil que es discutir políticamente en ese país, y en el porqué la transición hacia la democracia no se ha traducido en una transición en y de las mentes. Pensé en quienes han convertido a la política en sistemas de pensamientos ritualizados. Pensé en el porqué los dirigentes de los partidos, no hablemos de los presidentes, son tan incapaces –digámoslo claro, tan cobardes- cuando llega el momento de tomar decisiones fundamentales o de decir un claro “si” o un claro “no”. Pensé en esa pobre gente que se refugia en grandes explicaciones ideológicas para no verse obligados a confrontarse con la realidad que los rodea. Pensé, no por último, en la imposibilidad de conversar con personas que estimo pues llega un punto en el cual todo aparece referido a un pasado que continúa existiendo en tiempo presente. Pensé en Chile y pensé en España otra vez.
Hay mucho odio reprimido en Chile. Lo mismo en España. Es por eso que a veces la historia de esos dos países se cruza como se cruzó en la mencionada novela de Javier Marías, cuando por ejemplo el autor se refiere a los “centros pinochetistas” establecidos en Madrid o cuando menciona a ese general chileno que asistió a los funerales de Franco embutido en una capa y portando unos anteojos muy negros que lo hacían aparecer como lo que era: un siniestro vampiro.
¿Pero no ha pasado ya en España demasiado tiempo? Los sobrevivientes que restan de ese pasado cada vez más remoto, es la diferencia con Chile, son muy pocos. No obstante, debemos tener en cuenta que el tiempo de la política no es ni puede ser el tiempo de la biología.
Es cierto, la gran mayoría de los actores políticos de la España de hoy no ha vivido bajo una dictadura. Pero sí fueron hijos y nietos de quienes la vivieron. Su infancia y su juventud fue nutrida por relatos –cada vez más deformados por el paso del tiempo- de padres y abuelos. En ellos fue anidando un deseo, si no de venganza, de vindicación. Esa es quizás la razón por la cual todos hablan en España de “el cambio” sin precisar de qué cambio se trata. La mayoría de los españoles quieren, evidentemente, dejar atrás un pasado que nunca han vivido.
Cierto es también que Rajoy no es, ni con mucho, un franquista. Pero algunos necesitan que lo sea para cumplir una misión que ellos consideran histórica. Y si Rajoy no es un franquista, ese es el punto, pertenece a la clase o a la estirpe o a la raza o a la casta o a la cultura de los que ayer sí lo fueron. Como ocurre en las grandes tragedias, los que no pagaron por sus hijos deberán pagar por sus padres. ¿Irracionalidad? Por supuesto. Absoluta irracionalidad. Pero, como toda irracionalidad, la de los españoles también tiene sus razones.
Sin embargo, a pesar de tanta irracionalidad, el PSOE deberá sacar alguna vez la tranca que ha puesto en la política de su propio país. La razón es obvia: si no lo hace pondrá en juego su propia sobrevivencia. Y el instinto de vida, es mi profundo convencimiento, terminará siempre imponiéndose por sobre el de la muerte. Sobre todo, digo yo, cuando se trata de la vida propia. Es el leve matiz que separa a la irracionalidad de la locura.
Fuente: El Blog de Fernando Mires