En un país donde las estadísticas oficiales escasean, se han cerrado los espacios para la cuantificación de realidades dolorosas. Por ello, Venezuela es, hoy por hoy, un terreno en el que es necesario hacer investigación científico-social, ya que las dificultades sociales y político-económicas han impactado negativamente en la cotidianidad del ciudadano, o eso nos sugieren los indicadores educativos, laborales y/o alimentarios del país.
En el país, gran porcentaje de la población ha tenido un contacto directo con la pobreza, condición que además se ha agudizado en los últimos años de recesión económica, hasta el punto de que autores como España (2016) han indicado que “los años que corren se han convertido en una verdadera pesadilla para la economía de los hogares (…) ahora es cuando el país de la era petrolera conoce el hambre” (p. 89).
Con la escasez de registros y divulgaciones estadísticas, la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida (ENCOVI) se ha convertido en una ventana capaz de recordarnos que en ocasiones los números “hablan” pero a veces también son capaces de “gritar”.
Algunos de los descriptivos más llamativos reportados en la ENCOVI indican que 87% de los hogares en Venezuela se encuentran por debajo del umbral de la pobreza, calculado por medio de un método diseñado para la medición de las dificultades económicas que pudieran ser coyunturales. Un 93% de las personas entrevistadas declaró insuficiencia de ingresos para la compra de alimentos, y además, 48% de ellos consideró que su alimentación fue monótona y deficiente.
Bajo dicho marco de referencia, un grupo de psicólogos ucabistas nos hemos propuesto registrar, por medio de distintas investigaciones, la inseguridad alimentaria, pero colocando como foco las consecuencias psicológicas que pudieran activarse en contextos de carencia alimentaria.
¿La motivación inicial? aquella que provino de los discursos cotidianos de nuestros pacientes. Dentro de un grupo terapéutico que tuvo como participantes a estudiantes de un colegio público del este de Caracas, docentes, psicólogos y nutricionistas expertos, se generaron interrogantes reveladoras, luego que una adolescente no dudara compartirnos su testimonio.
“Yo tengo una duda para los psicólogos, ya mi estómago se acostumbró a comer una o dos comidas y por eso ya no me da hambre. Ya me siento bien con una comida ¿es posible que eso ocurra psicológicamente?”
Por otro lado, en la investigación de Aguilar y Requena (2018), un niño de 10 años en una tarea colegial de narrar historias ante algunos estímulos neutros, le confió a las investigadoras que en las láminas percibía lo siguiente:
“Unas personas están mal porque no tienen nada que comer y se ponen a hacer cola para encontrar lo que puedan y están desesperadas, tristes porque no saben muy bien si lo que van a comprar alcanzará para todos. Ahorita en la vida real no alcanzó la comida, tuvieron que resistir otra vez el hambre por un día con una o dos comidas y comieron al otro día”.
Dichas realidades han servido de impulso para ir más allá e intentar sistematizar los padecimientos de muestras infantiles en la Caracas del aquí y el ahora. Para ello, junto a Bassi y Hernández (2019), buscamos comparar los síntomas ansiedad, depresión e hiperactividad de 200 niños del Distrito Capital y Miranda, en función del nivel de inseguridad alimentaria en el hogar reportado por sus representantes.
A modo de resumen, hemos encontrado los resultados que a continuación se grafican:
En cuanto a los indicadores de ansiedad, en aquellos hogares donde los padres manifiestan altos niveles de inseguridad alimentaria, los niños tienden a presentar significativamente mayor sensación de nerviosismo y a verse invadidos por pensamientos fatalistas y síntomas fisiológicos (ej. dolores de cabeza o estomago).
Por otro lado, son los niños pertenecientes a hogares con mayor inseguridad alimentaria los que suelen padecer mayores síntomas cognitivos, emocionales e interpersonales de la depresión. Jóvenes tristes, pesimistas, con sensación de indefensión y que se describen solitarios, ocupan gran proporción de los hogares en la capital de Venezuela.
Por último, este patrón de resultados también fue hallado en cuanto a los síntomas de hiperactividad, es decir, niños caraqueños inmersos en hogares con alta inseguridad alimentaria tienden a ser percibidos por sus padres como más impulsivos, irritables, “llorones”, inquietos, inconstantes y con poca tolerancia a la frustración.
Todos estos hallazgos, aunque refieren dinámicas psicológicas individuales, deben enmarcarse en el contexto económico, político y social de Venezuela, donde, aunque existen políticas públicas planteadas por el Estado para atender las demandas de su población, estas no están resultando suficientes para garantizar el acceso económico y nutritivo de los alimentos.
Comprender el impacto que la inseguridad alimentaria tiene en distintas esferas sociales e individuales, requiere conjugar conocimientos de distintas áreas como la sociología, la economía o las ciencias políticas en general. Distintos grupos etarios están viéndose afectados por el hambre en el país, siendo los niños un grupo de alta vulnerabilidad por estar en un periodo crítico de crecimiento y por representar el futuro de Venezuela.
Es por ello que a los psicólogos nos ha quedado clara la enseñanza del pediatra y psicoanalista Donald Winnicott, que nos alertó que “dentro de cada niño hay una historia que necesita contarse, una historia que nadie más ha tenido tiempo de escuchar”.
♦Escrito por Antonio Martins/Psicólogo, profesor e investigador de la Escuela de Psicología/Foto: archivo.
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