Suele ser complejo imaginar un lugar, en pleno siglo XXI, que no posea el acceso a la tecnología; mucho menos uno que carezca de elementos básicos (cocinas, baños, neveras…). Sin embargo, lo inconcebible se hace realidad en pueblos como Santo Domingo, El Nula y más allá de la sierra de Perijá. Hasta allá fue un grupo de ucabistas por el puro placer de hacer amigos y conocer otros modos de vida y subsistencia.

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“Entramos para aprender y salimos para servir”, frase de san Ignacio de Loyola que describe la acción del compromiso ucabista. Conciliar el magis, búsqueda del más, servir donde hay más necesidad, donde el bien sea más universal y de trazar grandes metas.

Siguiendo el magis, la Dirección de Identidad y Misión dio la oportunidad a 56 estudiantes, de carreras diferentes, para visitar diversos rincones del país. La mañana del 1 de marzo se encaminaron hacia las estaciones de autobuses con algo más que ropa en sus maletas. Ahí llevaban sus prejuicios, miedos, expectativas e ideas de una realidad cuestionable.

Se dividieron en grupos de quince personas para ir a comunidades y encontrarse con indígenas en El Tukuko (Zulia); personas con discapacidad en Cottolengo (Lara); refugiados en El Nula (Apure), y cafetaleros en Santo Domingo (Lara). Cada grupo tenía una distancia diferente que recorrer y un lugar distinto que visitar, pero el objetivo era el mismo: ayudar.

Algunos tuvieron que cambiar de transporte, otros pudieron llegar directamente a su destino. Tal es el caso de Eduardo De Abreu, estudiante de Sociología que pasó la semana con la etnia Yukpa, en El Tukuko. Llegó en autobús al calor sofocante del estado Zulia; después, junto a sus compañeros, tuvo que tomar un taxi a la ciudad de Machiques, al oeste del estado, para luego abordar un camión de basura con una especie de cabina que los llevaría a su destino.

Un poco más al este del país, Laura Diacich, estudiante de Economía, tuvo que bajar en Lara y montarse en una camioneta 4 x 4 y con el vaivén de un dificultoso camino llegó a donde se hace el buen café venezolano.

 

PRIMERAS IMPRESIONES

Las miradas curiosas de los habitantes de El Nula se posaban en el estudiante de Filosofía Anthony Mendoza. En Santo Domingo hubo niños humildes y amables ―no llegaban a los doce años― que cargaron las maletas a Diacich. En Cottolengo, Jenny Loreto, estudiante de Ingeniería en Telecomunicaciones, era observada con cariño e intriga por adultos mayores con dificultades motoras y cognitivas.

Los residentes de los cuatro destinos, Cottolengo, Santo Domingo, El Tukuko y El Nula, miraban a los estudiantes inseguros y emocionados. Cuchicheaban entre ellos y se preguntaban quiénes serán esos “extranjeros” llegados a sus tierras.

Sin embargo, las impresiones, tanto de los estudiantes como de los paisanos de estas zonas, fueron cambiando. Mendoza, que había imaginado que se hallaría entre guerrilleros, ahora solo sentía el amor y el interés de los apureños. Su hogar en los siguientes siete días sería una iglesia. Pero no todos los del programa pasarían la noche allí. Bajo el aroma del café y la compañía de los campesinos, Diacich pasó las noches en un colegio de instalaciones reducidas que contaba con dos aulas de clase.

 

NI UNA PISTA DE LOS GUERRILLEROS

El gallo cantó a las 6:00 am, lo que le indicó a Mendoza y a sus amigos que la faena de trabajo comenzaba. Bajo el calor y el sol ardiente entrando por las ventanas, los ucabistas se dedicaron al refuerzo educativo de los niños de la comunidad. Los lápices se movían rápidamente en las manos de los jóvenes. Las oraciones salían de sus bocas con el acento llanero mezclado con el colombiano. Practicaron convivencias y compartieron sus vocaciones. “Cuando hablaba con los chamos cada uno levantaba su mano y decía: yo quiero estudiar Derecho o yo quiero ser ingeniero”, recuerda Mendoza.

La diversión de los días que pasaron se resumía en ponerse los zapatos con tacos, correr por la grama verde y dar golazos en las canchas del equipo contrario. “Nosotros [el grupo de estudiantes y los niños] estudiábamos un poco en la mañana y cuando entraba la tarde nos poníamos a jugar su deporte favorito: el fútbol”, menciona el ucabista.

Cuando los muchachos del programa salían a recorrer la zona iban a pie entre calles de tierra y algunas pavimentadas. Tanto mujeres como hombres los pasaban a toda velocidad en sus motocicletas. Los cochinos, las vacas y las gallinas no se quedaban atrás. Cuando se escondía el sol observaban a los mayores sentados en los pórticos de sus casas. Algunos los invitaban a entrar, compartir una taza de café y deleitarse con las historias de su época. ”Me sentía intrigado, cómo se podía andar libremente a esa hora sin ser víctima de la inseguridad”, dice Mendoza. Los vigilantes nocturnos eran la respuesta. Guerrilleros invisibles que él nunca reconocería eran los que mantenían la zona “limpia”.

 

DOS POLOS DIFERENTES

Los quehaceres de los estudiantes en Barquisimeto comenzaban un poco más tarde que en el llano. En Cottolengo, el lugar donde cuidan a las personas con discapacidad, los enfermeros comenzaban a alimentar a los 114 internos a las 7:00 am. Los voluntarios debían comenzar sus actividades con ellos a las 8:00 am. No obstante, Loreto estaba ahí para brindar la ayuda que estuviera a su alcance, de modo que también contribuyó en la alimentación de los pacientes. Las actividades vespertinas suelen ser jugar, cantar, rezar y divertirse.

Loreto relata cómo la impresionó esta visita:

Cuando me encontraba en Cottolengo, supe que tenía que dejar atrás todos los prejuicios y ver a esos abuelitos, que en realidad tenían el alma tan pura como un niño, con los ojos del corazón. De esa manera disfruté cada segundo de mi estadía.

En la hacienda cafetalera de Santo Domingo, la jornada académica empezaba a las 7:00 am. El trabajo de campo, antes. Los maíces para las arepas se seleccionan cuando el sol aún no ha salido. Los granos de café son colocados en los sacos para recorrer dos horas de camino y lograr venderlos. Cuando Diacich espiaba las aulas notó que la educación es generalizada: los niños de primero, segundo y tercer grados ven clases juntos, al igual que los de cuarto, quinto y sexto. Los profesores que dictan las cátedras no son profesionales con magíster ni doctorado. Son hombres y mujeres que brindan su conocimiento a la comunidad. Cuando los pequeños terminaban las clases compartían con los ucabistas lecturas, dramatizaciones, actividades de refuerzo, cantos, deportes y conversaciones sobre valores; en eso se les iban las horas.

 

CALOR, GUAYUCO Y SANCOCHO

Bajo el calor zuliano, De Abreu se encontró en el colegio de la comunidad Yukpa. Los padres llevan a sus hijos y los vuelven a ver solo en las vacaciones de agosto. Los niños pueden regresar a su casa libremente cuando terminen sus estudios de bachillerato. Las casas son de bloque y zinc. La pasión por el deporte unió a los ucabistas con la comunidad.

Los muchachos, después de la integración, decidieron ir a la aldea más cercana. No había carreteras para llegar allá. Cuatro horas caminaron, atravesando ríos, sobre piedras. La comunidad Ipika los recibió con los brazos abiertos. No tenían mucho que ofrecer, pero aun así fueron generosos con lo poco que tenían. Viven en bohíos. Fuman tabaco. Comen lo que siembran.

Cuenta De Abreu:

Lo que tienen para seguir adelante es el amor por su cultura. Esas comunidades indígenas viven entre la pobreza, pero aun así en sus caras está presente una sonrisa de felicidad. A ellos no les importan las cosas materiales.

 

LO QUE SE LLEVARON DE LAS COMUNIDADES

Al final de la travesía cada uno partió con un aprendizaje. Un momento que lo haya marcado. La sonrisa y las lágrimas de algún niño afligido que tuvo que decir adiós. Mendoza se quedó atónito por la discriminación de los makaguanes ―etnia indígena en El Nula―, rechazada por los apureños. “La gente simplemente decía que como no eran como los demás no los querían en sus tierras. No los aceptan”, dice Mendoza.

Las letrinas, los tres televisores, la falta de hospitales, mercados y el desconocimiento de los aparatos electrónicos por parte de los niños sorprendieron a Diacich:

Cuando estaba en el colegio, uno de los niños señaló el microondas y me preguntó si era una licuadora. Me partió el corazón saber que ellos realmente no tienen mucho y que nosotros no valoramos lo que tenemos.

La inocencia del que desconoce las maldades, la perseverancia de aquel que no puede pero sigue intentando, la caridad, el desinterés y la vocación de los que trabajan en Cottolengo y viven de la caridad sorprendieron a Loreto. Mientras que el amor por la cultura y la poca importancia que se le da a lo material en las etnias indígenas dejaron una huella en De Abreu.

♦ Katherine González