Para 1955 la Universidad Católica, recientemente bautizada con el epónimo de “Andrés Bello”, iniciaba su camino en el “rascacielos” del Colegio San Ignacio en el centro de Caracas. Se trataba de un experimento novedoso y no carente de riesgos. Recientemente una reforma legal había permitido el funcionamiento de universidades privadas en el país, cosa que la Conferencia Episcopal aprovechó para llevar adelante su viejo proyecto de crear una universidad de la Iglesia. Pero no era fácil hallar una sede adecuada y sobre todo el alma de cualquier casa de estudios superior: un profesorado con la formación suficiente para llevarla adelante. La Compañía de Jesús tenía ambas cosas. No solo su experiencia regentando el Seminario y el Colegio San Ignacio había sido muy alentadora, sino que, en aquella Venezuela, era probablemente uno de los colectivos con más títulos de doctor en sus miembros y, en términos de aquellos que lo habían obtenido en universidades europeas, probablemente superaba en número a la Universidad Central de Venezuela. Por eso su prestigio rápidamente se transmite a la nueva universidad. Aunque la UCAB, como pronto la comienzan a llamar, estaba realmente en el esquina de Mijares, todos llamarán (y siguen llamando) a aquella sede la de la “esquina de Jesuitas”, que en realidad queda una cuadra más abajo. Los jesuitas de mediados del siglo XX ya eran tan famosos en la ciudad como sus predecesores que en el siglo XVIII hicieron que su recuerdo se inmortalizara en la esquina que aún lleva su nombre.
Es en el trajín de aquellos días fundacionales que dos jóvenes jesuitas, los padres Hermann González Oropeza (1922-1998) y Pablo Ojer (1923-1996), se encuentran en el “rascacielos” de la nueva universidad y comienzan a compartir su interés por la historia. Ojer, navarro con quince años en Venezuela, acababa de graduarse como profesor de historia en el Instituto Pedagógico Nacional (hoy de Caracas) y ejercía la cátedra en el Colegio San Ignacio y en la UCAB; mientras al padre Hermann, caroreño “de rancia estirpe”, la pasión por la historia le surgió junto a sus convicciones de nacionalista convencido y comprometido. En efecto, al novicio Hermann lo había impresionado e indignado, como a tantos otros venezolanos, la publicación del Memorándum de Severo Mallet-Prevost en 1948. En este documento, Mallet-Prevost, uno de los árbitros en el laudo de 1899 que dejó en manos inglesas los más de 150.000 kilómetros cuadrados del territorio del Esequibo, había puesto al descubierto las maniobras y componendas entre potencias imperialistas que hubo detrás del laudo. En una sociedad que ya estaba muy afectada por el acuerdo territorial con Colombia de 1941, en el que Venezuela aceptó las pérdidas territoriales de 1891, aquello cayó como una bomba. En especial entre los jóvenes de los sectores católicos y nacionalistas. Fue en ese contexto en el que el Hermann González que en breve decide unirse a la Compañía de Jesús se encaminó, tal vez sin saberlo, hacia la historia.
En efecto, aunque el Memorándum Mallet-Prevost era una confirmación de lo que ya todos sospechaban, para emprender una acción diplomática estructurada había que buscar otras fundamentaciones documentales; y eso fue, precisamente, lo que el novicio Hermann inició por cuenta propia mientras estudiaba Teología y “pasaba hambre” (como recordaba) en la Gran Bretaña de la posguerra. Con paciencia hurgó en los archivos del Foreing Office y las bibliotecas británicas, compró libros y mapas, revisó periódicos, cotejó fuentes, preguntó acá y allá, consultó expertos, se metió en despachos públicos y así, en poco tiempo, hizo el acopio documental más importante que sobre el tema había en Venezuela.
Para 1955 González Oropeza (ya para todos el padre Hermann) había regresado a Venezuela y junto a Pablo Ojer emprende un conjunto de investigaciones de historia territorial. Ambos jesuitas sistematizan lo traído de Gran Bretaña, analizan los mapas, buscan en archivos venezolanos y comienzan a publicar algunos estudios (en 1957 aparece, firmada por los dos, La fundación de Maturín (1722) y la cartografía del Guarapiche). Era el funcionamiento de facto de lo que a partir de 1957 comenzó a ser formalmente el Centro de Investigaciones Históricas (Ojer fungió como su primer director), elevado en 1977 a Instituto de Investigaciones Históricas y desde 2001 bautizado con el nombre de Hermann González Oropeza. Por eso el día de hoy estamos celebrando su sesenta aniversario. Han sido seis décadas de trabajo constante cuyo balance no debe medirse solo por la amplísima bibliografía producida por sus investigadores, sino también por aportes concretos que influyeron, en grados notables, a la vida venezolana. En 1963, por ejemplo, el presidente Rómulo Betancourt nombró a los padres González Oropeza y Ojer asesores de la Cancillería en el reclamo del Esequibo. Así, aquellos documentos reunidos y sistematizados de forma casi romántica y quijotesca en Gran Bretaña, se convirtieron en uno de los principales fundamentos de la contención venezolana. A ello pronto se sumó un renovado esfuerzo de investigación en Gran Bretaña, España y Venezuela. Nuevos investigadores como el P. José del Rey Fajardo, se incorporaron a la tarea. El hermano Nectario María ayudaba desde Sevilla. De todo aquello resultaron las decenas de rollos de microfilme con documentos ingleses y de legajos con traslados del Archivo de Indias, así como una de las mejores mapotecas históricas de Venezuela con las que hoy cuenta el Instituto, así como, en buena medida, en el éxito que la diplomacia venezolana pronto empezó a cosechar, como el Acuerdo de Ginebra (1966), en el que Gran Bretaña y Guyana, en trance de independizarse, aceptan (diga lo que diga David Granger) la nulidad del Laudo de 1899 y se comprometen a llegar a una solución práctica.
Pero no solo en historia territorial el Instituto ha hecho aportes significativos. En torno a él comenzaron a aparecer en la década de 1960 nuevos centros de investigación que al final, cuando se convirtió en Instituto, se integraron a su estructura. Hablamos del Centro de Investigaciones Literarias (1965), cuyo primer director fue Efraín Subero (1931-2007); del Centro de Lenguas Indígenas (1968), cuyo primer director fue fray Cesáreo de Armellada (1908-1996); del Centro de Religiones Comparadas (1972), bajo la dirección de la destacada antropóloga austríaca Angelina Pollak-Eltz; y del Centro Venezolano de Historia Eclesiástica (1977), bajo la dirección del padre Hermann. Fueron centros pequeños, a veces casi iniciativas individuales, pero que precisamente por eso tuvieron una producción sorprendente, tanto por la cantidad como por la calidad. Baste decir, por ejemplo, que la condición pluriétnica y multicultural que actualmente proclama la nación venezolana en gran medida se debió a la tarea paciente de investigadores como el P. Jesús Olza, que se encargaron de estudiar y sistematizar las gramáticas de las lenguas indígenas. Sin ellas la educación intercultural bilingüe y todo lo que ha significado para la formación de un liderazgo indígena con mayores herramientas para defender su identidad y luchar por sus derechos, hubiera sido, cuando menos, difícil. La Gramática guajira (1977) y el Diccionario guajiro (1978) publicados por el padre Olza y Miguel Ángel Jusayú; así como la gramática (1994), el diccionario (1981) y las leyendas (1972) de lengua pemón elaboradas por fray Cesáreo de Armellada, valdrían por sí solos para garantizarle un nombre al Instituto en la historia.
Si vamos a hablar de libros que marcaron un hito es imposible soslayar el monumental La formación del Oriente venezolano (1966), de Ojer, texto indispensable para comprender a toda la región; la compilación documental Iglesia-Estado en Venezuela (1977) y el erudito (y hermosamente editado) Atlas de historia cartográfica de Venezuela (1987) del padre Hermann; Vestigios africanos en la cultura del pueblo venezolano (1972), La familia negra en Venezuela (1976), María Lionza: mito y culto venezolano (1985) y Medicina popular venezolana (1987), entre otros, de Angelina Pollak-Eltz; o la segunda edición del Fuero Indígena Venezolano (1977), de fray Cesáreo de Armellada. Origen y expansión de la quema de Judas (1974) y La décima popular venezolana (1977), por solo nombrar dos de los numerosos libros de Efraín Subero. La revista Montalbán que empezó a editarse en 1972 y hoy suma 46 números, llegó a canjearse con más de 500 publicaciones en el mundo, convirtiéndose en una referencia en áreas tales como la antropología y la historia. La Colección Manoa comprendió 33 libros de bolsillo, aparecidos entre 1977 y 1981, muchos de los cuales se convirtieron en clásicos (pensemos en el ineludible Programas políticos venezolanos de la primera mitad del siglo XX de Naudy Suárez). En 1979 nace la Maestría de Historia de las Américas por iniciativa del profesor Oscar Abdala y del P. Del Rey Fajardo, a la que se le sumaron en 1990 el doctorado en Historia y la Maestría de Historia de Venezuela. Hasta el día de hoy estos programas están estrechamente vinculados al Instituto, sus investigadores dictan clase en ellos y su fondo bibliográfico y documental respalda los trabajos de los cursantes.
Hacia mediados de la década de 1980 el Instituto entra en una nueva etapa. Los centros fueron desdibujándose en la medida en que sus líderes se marcharon a otros sitios o se jubilaron, y la investigación comenzó a enfocarse en lo específicamente histórico bajo la dirección de Elías Pino Iturrieta, que asumió la dirección tras la muerte del P. Hermann en 1998. Manuel Donís, su discípulo más cercano, mantuvo viva la llama de la historia territorial, al tiempo que los postgrados de historia se fueron posicionando entre los más importantes del país y Montalbán, reconvertida en una revista exclusivamente historiográfica, lograba indizaciones internacionales. También se avanzó en la organización del archivo y la biblioteca, que suma varios miles de volúmenes que aún no están del todo catalogados. Los legajos con los traslados del Archivo General de Indias tienen un índice y están a disposición de los investigadores; así como está organizada y preservada la mapoteca bajo los más estrictos criterios de conservación. No obstante aún queda trabajo por hacer. Los archivos de Pedro Pablo Barnola, Hermann González Oropeza, Ángel Grisanti y Miriam Blanco-Fombona de Hood, aún aguardan por un investigador que termine de trabajarlos y sistematizarlos.
Es, en definitiva, un legado por el que la UCAB debe sentir legítimo orgullo. Y un compromiso para quienes hemos tomado el testigo en el Instituto. Hoy, con el P. Del Rey Fajardo otra vez en la dirección, se ha planteado el rescate de algunas líneas en las que se hicieron grandes aportes y que parecen no tener continuadores, como la de las lenguas indígenas. El actual reavivamiento del problema del Esequibo ha servido para recordar que hay un legado de investigación que puede seguir siendo útil para la nación. Además del P. Del Rey, en el Instituto trabajan Manuel Donís, Francisco Javier Pérez, Dora Dávila, Ricardo Castillo, María Soledad Hernández y quien escribe esta nota. Esto significa que hay dos individuos de número de la Academia de la Historia (Del Rey y Donís) y uno de la Lengua (Pérez). Hasta su reciente jubilación estuvieron con nosotros Elías Pino Iturrieta y Demetrio Boersner. Todos coincidimos en el compromiso con la historia, la cultura y la nación que representa formar parte de aquel esfuerzo que dos jóvenes soñadores echaron a andar en un “rascacielos” del centro de Caracas en 1955.
Tomás Straka
Investigador del Instituto de Investigaciones Históricas
Publicado en el diario El Nacional el 22 de octubre de 2015