Fernando Mires
Cuesta entender a los medios de difusión españoles. Cuando el día sábado 9 de enero la ultraizquierda catalana representada en la CUP logró deshacerse de Artur Mas para imponer al alcalde de Gerona, Carles Puigdemont, como Presidente de la Generalitat, tanto El País como El Mundo celebraron el cambio con no disimulada alegría. Hasta que se dieron cuenta de que, como dijo Inés Arrimada de Ciudadanos (C’s), Puigdemont es Mas de lo mismo.
Al calor de la polémica los dos grandes diarios centraron su artillería en contra de Artur Mas. Con razón. Mas había sido el forjador de la unidad neo-escisionista, el oportunista que a una elección regional dio carácter plebiscitario, el inescrupuloso que concibió la alianza Junt pel Sí (Convergencia y Ezquerra) con la CUP. El mismo que echó a correr los dados para que la alianza tuviera lugar sin él pero con Puigdemont. Así, Mas ganó sin Mas gracias a Mas. Lo dijo el mismo Puigdemont, casi riéndose de los izquierdistas que lo catapultaron hacia el poder: “Mi programa de gobierno es el mismo de Mas”.
¿Qué llevó a la CUP a apoyar a Puigdemont y no a Mas? Nada. Fue un simple subterfugio. Un deshacerse de una figura odiosa por otra igual o peor. Porque si hay una derecha a la derecha de Mas, esa es la que representa el geronés Puigdemont, tristemente famoso cuando en el 2013, al pronunciar un discurso en la Asamblea Nacional catalana, gritara : “¡Los invasores serán expulsados de Cataluña”!
Quien fuera fundador de la juventud nacionalista de Cataluña agradeció su nombramiento sin la compostura o pudor que al menos había sabido guardar Mas. “No es época para cobardes ni para quienes le tiemblan las piernas”, dijo, y luego agregó: “Voy a dejar la piel por Cataluña”. Algunos izquierdistas nacionalistas lo aplaudieron. Otros miraron hacia abajo, no pudiendo ocultar cierta vergüenza por lo que ellos mismos habían hecho.
La gran novedad de la política catalana y en general de toda la política española, es que la izquierda extrema se está convirtiendo en fuerza impulsora del independentismo no solo en Cataluña sino a nivel nacional. Podemos, el partido de Pablo Iglesias, no ha vacilado incluso en apoyar a los más rancios separatistas de Valencia, Galicia, Navarra, y probablemente, muy pronto, del País Vasco, prometiendo apoyar referendos a destajo a cambio de algunos votos para las presidenciales.
Que en España exista una ultraizquierda no es novedad. Existe a lo largo y ancho del mundo occidental. Que existan ultranacionalistas, tampoco. Europa está plagada de ellos. Que existan independentistas es en España normal, incluso congénito. Los hay desde el siglo XV. Lo nuevo, lo realmente nuevo, lo amenazante, es la aparición de una intensa relación entre izquierdismo e independentismo.
Hasta la aparición del separatismo de izquierda había en España solo tres tipos de separatismos. El primero, el más conocido, es un separatismo económico, particularmente fuerte en Cataluña.
El mismo Mas, siguiendo la escuela del corrupto patriarca Jordi Pujol, se ha encargado de divulgar el mito de la particular calidad empresarial de los catalanes. Según ese mito los catalanes serían los únicos europeos de España (léase los más parecidos a los alemanes, a los ingleses o a los suecos): industriosos, esforzados, trabajadores. El pujante capitalismo catalán se encontraría, de acuerdo a esa versión, asfixiado por la burocracia “feudal” de Madrid.
Como todo mito, el de la superioridad empresarial se afinca en algunos elementos reales, pero casi todos pertenecientes al pasado. La Cataluña de hoy es parte de una España cada vez más moderna. La Cataluña empresarial en contraposición a la España feudal es una construcción del siglo XlX pero no del siglo XXl.
El segundo separatismo, no solo propio a Cataluña, sino a todas las regiones de España, es de tipo cultural, o si se prefiere, culturalista. Su discurso surge de un grueso error conceptual, a saber, la identificación de nación y cultura entendiéndose por cultura un lenguaje o idioma común, un folklore, una gastronomía e incluso “un modo de ser”. Contrasta esa creencia con la de los genuinos representantes de la cultura, escritores, artistas e intelectuales de las diversas regiones quienes en su gran mayoría no asumen una posición separatista. Joan Manuel Serrat interpretó a muchos cuando dijo: «No conviene a Cataluña separarse de España».
El culturalismo micronacional tiene más bien una base plebeya, “clase mediera” y pequeño burguesa. Como en casi todas partes, la debilidad de las identidades individuales tiende a ser compensada con la recurrencia a una imaginaria identidad colectiva.
Pero la diversidad cultural de los españoles, tan acentuada por los separatistas, dista de ser una exclusividad española. Las mismas diferencias se observan en la mayoría de los países europeos e incluso en otros lugares del mundo. Entre un alemán de Ostfriesland y uno de Baviera hay probablemente tantas diferencias culturales como entre un español de Andalucía y otro de Cataluña. En los EE. UU, un esquimal de Alaska habla, baila, come, y hasta piensa de modo muy diferente a un ciudadano de Texas lo que no es obstáculo para que ambos se consideren miembros de una nación federal regida por una sola Constitución. Hasta el concepto de Estado Plurinacional asumido por Evo Morales en Bolivia resulta más moderno que el arcaico culturalismo tribal de las fracciones separatistas de España.
El tercer tipo de separatismo, una derivación radical del segundo, puede ser calificado sin problemas como fascista o por lo menos fascistoide. Para este tipo de separatismo las diferencias culturales son un signo de la superioridad de un “pueblo” sobre otros. La lucha por la uniformidad cultural es para ellos un sinónimo de territorialidad concebida esta como un espacio vital. Un pueblo, una nación, una cultura, es la divisa. El lenguaje belicoso, casi militarista de personajes como Puigdemont, es solo un botón de muestra. Su discurso del 10 de enero fue tanto en su contenido como en su forma, fascista. Hay que decirlo con todas sus letras.
A esos tres separatismos se ha sumado recientemente el separatismo de las ultraizquierdas, o si se prefiere, de esa disgregada izquierda que pulula a la izquierda del PSOE. Por supuesto, se trata de un separatismo ocasional y radicalmente oportunista. Su objetivo es sentar las condiciones a los tres separatismos tradicionales, formar mayorías junto con ellos y asumir parte del poder en las distintas regiones. Un poder que jamás logrará alcanzar con sus propias fuerzas. Esa es también la estrategia de Podemos.
Hasta solo un par de semanas antes de las elecciones del 20-D, Pablo Iglesias hacía solo referencias vagas al tema nacional. Fiel a la tradición marxista de la cual proviene subordinaba el tema nacional a la “cuestión social”. Su compromiso a apoyar eventuales referendos separatistas –el que llevó a cabo sin consultar a su partido, en el más rotundo estilo estalinista– no tenía más objetivo que incrementar su caudal electoral para así imponer condiciones al PSOE en función de una eventual alianza de “todas las izquierdas” en contra del PP. De este modo Iglesias ha empujado al PSOE a una crisis de la cual no se recuperará muy fácilmente.
Para muchas bases del PSOE la alianza con Podemos es un hecho “natural”. Para otros, sin embargo, el compromiso de Podemos con los separatistas lo empuja hacia el PP. Iglesias, definitivamente, juega con la división interna del PSOE a fin de convertir a Podemos en la principal fuerza de izquierda del país. Que el éxito de Podemos pase por la fractura de España, no parece importarle demasiado. Su objetivo es el poder por el poder. Para cumplirlo cuenta con aliados dentro del propio PSOE. Entre ellos, Pedro Sánchez empecinado en demostrar que en España puede haber un gobierno “a la portuguesa” (izquierda-izquierda). Lo que nadie ha dicho a Sánchez es que en Portugal no existen problemas separatistas. Y ese es el punto.
Pocos en España han captado el enorme potencial destructivo de la política de Podemos y de sus aliados de izquierda, derecha y ultra derecha. Uno de esos pocos ha sido el filósofo Fernando Savater quien en su artículo “No Podemos ni Debemos” hizo referencia a los peligros que se avecinan para España con la nueva política de Podemos. Reinterpretando a Savater podría agregarse: “No Debemos porque no Podemos”. Este último lema es de neta inspiración kantiana.
Fue el gran Kant en su Crítica de la Razón Pura uno de los primeros en establecer la premisa de que el ser humano no siempre debe hacer todo lo que puede hacer. La política, según Kant, reposa sobre fundamentos que no son políticos. Atacar al espacio en el cual tiene lugar la política, en este caso a la nación, aunque se puede, no se debe hacer. Así lo entendió Albert Rivera de C’s.
Ni Cataluña ni ninguna otra región de España se encuentra colonizada por nadie. Por lo mismo, es imposible recurrir allí al principio de autodeterminación de los pueblos y naciones. Lo que debe ser reformado, aduce C’s, es la Constitución, de modo que el concepto de autonomía adquiera su verdadera dimensión en el marco de una nación federal como EE. UU o Alemania. Todo lo contrario llevará a la construcción de republiquetas facho-comunistas, hecho que significaría el fin de toda autonomía política, aun dentro de ellas mismas. Esa es una de las razones por las cuales Podemos debe ser aislado de la política española, aduce Rivera.
Un frente en contra del separatismo debe ser un frente en contra de Podemos. Por lo tanto, los referendos localistas solo pueden tener sentido recién después de un gran referendo constitucionalista en el cual participen todas las ciudadanías de España. Lo contrario llevará a la balcanización de España. Pero ni Cataluña es Croacia ni Castilla y León es Serbia.
Las dos grandes balcanizaciones, la de comienzos y fines del siglo XX, fueron el resultado de la ruina de dos grandes imperios, el otomano y el soviético, respectivamente. La balcanización de España, en cambio, podría actuar en sentido exactamente contrario: llevaría al fin del proyecto de una Europa Unida.
Europa está hoy amenazada desde todos lados. En Francia, el ultraderechista Frente Nacional –partido que en diversas ocasiones ha votado junto con Podemos en el Parlamento Europeo– se encuentra en las puertas del poder. La guerra en contra del ISIS ha desatado las más grandes migraciones de la historia europea. El terrorismo islamista no cesa de actuar. Los grupos xenófobos se organizan militantemente en las calles y plazas de todas las ciudades de Europa. En Hungría, reeditando el modelo franquista, ya están en el poder. En Polonia ha sido impuesto un “neo-liberalismo clerical” de características, si no dictatoriales, extremadamente autoritario. Y por si fuera poco, Putin aguarda su gran momento ya iniciado con la presencia de tropas rusas en Ucrania.
La ruina de la gran nación española puede acelerar la ruina de Europa. El problema español, por lo mismo, ya no solo es español. Quizás la gran mayoría de los españoles no sabe eso. O no quiere saberlo. Las frases del ultra-separatista catalán, Puigdemont, no dejan, sin embargo, lugar para muchas interpretaciones. Si hay segundas elecciones en España, lo que estará en juego no solo será muy diferente a lo que estuvo en juego durante las primeras. Será mucho, mucho más.
Fuente: El Blog de Fernando Mires