Marielba Núñez

Si algo estamos aprendiendo los venezolanos por estos días es que no hay barrera fronteriza que pueda contener el hambre. Fue por ella que, el pasado 5 de julio, cientos de personas, sobre todo mujeres, agobiadas por la escasez, lograron derribar temporalmente los controles que se habían impuesto en los límites entre San Antonio del Táchira y Cúcuta y pudieron volver a experimentar la sensación de comprar en un supermercado bien abastecido productos tan básicos como harina, azúcar, leche, pañales y medicamentos.

La breve apertura del tramo fronterizo tuvo un rápido efecto multiplicador y ya son cientos de miles los que han imitado aquel primer grupo y han cruzado la frontera para hacer compras de bienes de primera necesidad. Se trata de una verdadera compuerta de desahogo para la presión social que se ha venido acumulando en el transcurso de los últimos meses, alimentada por la desesperación de innumerables familias que no encuentran cómo conseguir en el país artículos que deberían ser cotidianos.

El drama que puede observarse en Táchira, esa marea humana que recorre a pie el puente internacional Simón Bolívar, ha sido documentado por fotógrafos de medios de comunicación nacionales e internacionales, pero otros fenómenos similares pasan mucho más inadvertidos. Es el caso de lo que ocurre entre Santa Elena de Uairén y Paracaima, Brasil, que también registra importantes movimientos de venezolanos que buscan cómo comprar allí productos fundamentales.

Sin embargo, si algo hace emblemático lo que está pasando en Táchira es que no deja de ser un epílogo irónico a la cuestionada decisión del gobierno de Nicolás Maduro de cerrar la frontera con Colombia hace ya casi un año, medida que fue seguida por la deportación de varios de centenares de ciudadanos del país vecino que se habían radicado en Venezuela. Si bien, para justificar aquello, el Ejecutivo utilizó el argumento de que era la respuesta a un ataque que había ocurrido contra soldados venezolanos, también se escudó en la lucha contra el contrabando de productos locales y en los supuestos ataques contra el bolívar que –sostenía– comandaban las casas de cambio de Cúcuta, lo que, según dijo, era causa principal del desabastecimiento y de la devaluación. Once meses después quedó más que desmentido: la ausencia de productos no hizo más que intensificarse y el bolívar ha continuado su acelerada caída sin que el cierre fronterizo proporcione ningún alivio.

Luego de lo acontecido las dos últimas semanas, ya se habla de la definitiva apertura de las fronteras con Colombia, aunque todavía quedan negociaciones diplomáticas por delante. A estas alturas ya está claro que a quienes más les urge que ello ocurra es a los venezolanos. No otra cosa que el hambre está empujando las barreras y no hay ningún argumento que pueda contenerla.