Marielba Núñez
Si algo explica la organización Cáritas en el informe que presentó recientemente sobre su naciente Sistema de Monitoreo de Alerta y Atención en Nutrición y Salud, una iniciativa que ha puesto a funcionar en doce municipios de Distrito Capital, Miranda, Vargas y Zulia, es que los resultados obtenidos hasta ahora no pueden extrapolarse al resto del país. Sin embargo, aún a sabiendas de que se trata de una radiografía de una minúscula parte de la realidad, la reacción al conocer la información no puede traducirse en otra cosa que indignación y alarma.
Entre octubre y diciembre de 2016, la ONG, con la participación de un entusiasta voluntariado, recopiló datos sobre las consecuencias de la crisis alimentaria en 25 parroquias consideradas vulnerables, entre otras cosas, por su pobre acceso a servicios públicos, la precariedad de sus viviendas y el alto grado de conflictividad social que han registrado recientemente. Con una labor de hormiguita, los participantes en el sistema lograron completar 818 registros antropométricos de niñas y niños menores de cinco años y encuestaron a 217 familias para conocer cuáles son sus estrategias para sobrevivir en un momento en el que el acceso regular a la comida se ha convertido en un verdadero lujo.
Los resultados, además de ayudar a compensar la ausencia de información oficial sobre las penurias a las que están sometidos los venezolanos, hablan por sí solos del impacto de lo que podríamos considerar una verdadera catástrofe. Por ejemplo, encontraron que 25% de las niñas y niños que fueron evaluados presentaron alguna forma de desnutrición aguda, es decir, que su peso está por debajo del que deberían tener en relación con su talla. En los estados Zulia y Vargas, la situación es especialmente severa y ya podría considerarse dentro de los límites “que definen una situación de alarma o crisis en los marcos internacionales de clasificación de las crisis humanitarias”, alerta el informe. La desnutrición crónica, que se manifiesta con un retardo en el crecimiento, pudo advertirse en 18,4% del total de niños evaluados, lo que lleva a los responsables del monitoreo a concluir que el cuadro al que nos enfrentamos en realidad se ha instalado lentamente y se ha agudizado en los últimos dos años.
El retrato de las estrategias a las que han recurrido las familias para poder garantizar su supervivencia no es menos perturbador: más de la mitad de los hogares admite que ha cambiado su forma de adquirir los productos y que se ha deteriorado su alimentación; un tercio ha tenido que desprenderse de algún recurso para poder comprar la comida y otro tanto ha tenido que enviar lejos a algunos miembros de la familia para que puedan alimentarse. Otro 8% acepta que ha tenido que hurgar entre las sobras de comida que botan los restaurantes y en contenedores de basura. Solamente 2% de las familias encuestadas ha recibido la bolsa CLAP.
Este vistazo a lo que está ocurriendo en sectores de cuatro estados del país es suficiente para corroborar la urgencia de solucionar una crisis alimentaria que afecta sobre todo a niños y niñas. Ello pasa, señalan los autores del informe de Cáritas, por asignarle a la crisis la prioridad que amerita y por despolitizar las acciones de asistencia, así como “restaurar las formas habituales y eficientes de tener acceso a los alimentos, sin discriminación”.