Francisco José Virtuoso

Es de noche en Belén. Una mujer embarazada y su esposo buscan posada. Han viajado mucho para llegar hasta allí. Salieron desde Nazaret para cumplir el mandato del emperador Augusto, que ordenó hacer un censo en todos sus dominios, es decir, “en todo el mundo el mundo”, según acota el evangelio de Lucas, que es quien nos narra la historia que celebraremos esta noche de 24 de diciembre.

El relato que nos cuenta Lucas parece sugerirnos que en el caso de la región de Judea, el censo se dirigía a los jefes de familia y se aplicaría en la tierra de sus antepasados. José, el esposo de María, la embarazada de nuestra historia, se tiene que dirigir hasta Belén, de donde son oriundos sus familiares. Entre ellos se cuenta nada menos que con el rey David, recordado en Israel como el inaugurador del período de grandeza y soberanía de la nación. Pero eso fue hace ya muchos siglos, de aquel reino no quedaba ni grandeza ni independencia. El mismo José era ahora un artesano que vivía en una humilde comarca.

Llegó la hora del parto. La madre envolvió al niño en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no habían encontrado sitio en la posada.

Así de sobrio y escueto es el relato del evangelio sobre nada menos que el acontecimiento más importante de la historia humana, según la fe cristiana. Llegó el momento que Israel esperaba desde hacía muchos siglos, durante tantas horas oscuras, el momento en cierto modo esperado por toda la humanidad: que Dios saliera de su ocultamiento, acampando entre nosotros, renovando todo, trayendo la salvación de la paz y la fraternidad.

La mamá acuesta al niño en un pesebre por una estremecedora razón, dicha de paso en el relato. No habían encontrado lugar en la posada. Juan, en su Evangelio, fijándose en lo esencial, ha profundizado en esta breve referencia sobre la situación de Belén. «Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron» (1,11). El Hijo de David fue a su ciudad, pero tuvo que nacer en un establo porque en la posada no había sitio para él. Se refiere también a todo Israel. Vino a sus paisanos, pero no lo quisieron. En realidad, se refiere a toda la humanidad. Aquel que vino a salvar el mundo no se le escucha, no se le acoge, no se le recibe.

Sigue la noche, un grupo de pastores acampan en la intemperie, cuidando sus ovejas. Ellos, entre temores y asombro, reciben la buena noticia, se mueven desde donde están y van rápidamente hasta donde les indicaron a ver lo sucedido. Al llegar comentan, comparten el asombro, dan gloria a Dios. Ellos sí lo reconocieron, lo acogieron y se alegraron.

La salvación, que celebramos esta noche, comienza con el encuentro fraterno, que nos hace cercanos y prójimos de los otros. Comienza cuando salimos de nosotros mismos y extendemos la mirada, cuando somos capaces de dejarnos sorprender e impactar, cuando tomamos la iniciativa para salir al encuentro de la novedad.
Venezuela necesita de encuentro, de fraternidad y convivencia. Necesitamos salir de la oprobiosa polarización que nos divide artificialmente y que sirve a la élite política en el poder para excluir y dominar. Reconocernos y encontrarnos nos salvará.

Publicado en el diario El Universal, el 24 de diciembre de 2014