Marielba Núñez
Hace tiempo que el promedio de notas dejó de ser un parámetro confiable sobre la preparación de los bachilleres, especialmente en el sector público. Para nadie es un secreto que una importante cantidad de estudiantes arrastra graves deficiencias, por causas que han sido diagnosticadas una y otra vez sin que se manifieste una verdadera voluntad por encontrar una solución. Entre ellas figura la falta de profesores en materias tan importantes como Matemática y Castellano. En lugar de resolver el verdadero problema y trazar un plan sostenible que sirva para cubrir las vacantes, las ausencias suelen llenarse con notas inventadas.
Para añadir aún más descrédito a las calificaciones, la Oficina de Planificación del Sector Universitario decidió darles solo 50% del peso a la hora de asignar el ingreso universitario. En algunos casos tuvo incluso menos valor, de acuerdo con un análisis de la Universidad Central de Venezuela, que pone en entredicho la metodología empleada por esa institución. Dentro del discurso demagógico que pretende justificar, con la excusa de corregir la exclusión, que el Gobierno se haya apropiado de la asignación de entre 70% a 100% de los cupos en las universidades nacionales, cuando en realidad lo convenido era que distribuyera 30%, se dejaron a un lado largas horas de estudio, el esfuerzo de estudiantes que persiguieron su meta con genuino interés. También se pretende ocultar la verdadera exclusión, la que priva a la mayoría de los bachilleres en muchos liceos públicos de la educación de calidad a la que tienen derecho.
Quienes no cuentan con una base sólida de conocimientos corren un alto riesgo de fracasar en su tránsito por la educación superior. Experiencias anteriores deberían servir de lección. Como ejemplo puede tomarse lo ocurrido cuando se eliminó la Prueba de Aptitud Académica como requisito para entrar a la universidad. Según una nota firmada por Isayen Herrera en El Nacional, el Boletín Estadístico de la Universidad Central de Venezuela refleja que en la cohorte 2008 —año en que se tomó la medida—, entraron a esa institución educativa 8.512 estudiantes, 1.803 asignados por el CNU. “Cinco años después lograron el título 108 estudiantes (5%), el resto tardó más años en graduarse o desertaron”.
Las universidades nacionales, obligadas a funcionar con recursos cada vez más escasos, tienen más que justificada su posición de defender que quienes ingresen en ellas sean los que puedan aprovechar de la mejor manera posible la oportunidad de cursar una carrera, pues de otra forma estarían siendo negligentes con la tarea que se les encomendó. Dado que no hay una medición de la calidad del bachillerato y que las notas dicen poco acerca de la preparación de los estudiantes, las pruebas internas parecen ser una opción lógica, pero el Gobierno sigue empeñado en combatirlas sin ofrecer alternativas, ahora con la imposición arbitraria de una lista de admitidos. La frustración con la que inevitablemente se toparán las víctimas del fraude educativo que supone una educación básica de poca calidad, y el costo que eso supone, no solo para el Estado, sino también para muchas familias, parece importar poco a quienes hoy pronuncian discursos grandilocuentes sobre inclusión y otras palabras que de tanto repetirlas ya suenan vacías.