Fernando Mires

El presidente Recep Tayyir Erdogan de Turquía y su partido Justicia y Desarrollo (AKP) han sido derrotados en las parlamentarias que tuvieron lugar el día 7 de junio de 2015.

¿Derrotados con una votación que bordeó el 49%? Sí: exactamente: derrotados, porque el propósito de Erdogan no era solo ganar, sino alcanzar una mayoría absoluta que le permitiera —como venía anunciando desde 2014— eliminar a la república parlamentaria y fundar una república presidencialista e islámica.

A fin de cumplir sus objetivos, Erdogan, convencido de que nunca iba a perder la mayoría absoluta, otorgó a las elecciones parlamentarias el carácter de un plebiscito. En consecuencia, lo que triunfó en Turquía fue un NO a la amenaza antidemocrática representada por Erdogan. Dicho de modo inverso, lo que fue derrotado en Turquía fue un proyecto autocrático, autoritario, integrista si no dictatorial, hecho a la medida de la persona presidencial.

La débil democracia turca salvó su existencia por un pelo. De haber obtenido Erdogan la mayoría absoluta estaríamos hoy frente a un nuevo Estado basado en la dominación de un solo partido y de un solo líder. ¿Es este el comienzo del fin del proyecto Erdogan? La pregunta es quizás prematura. Erdogan es un hábil populista y como tal, tiene muchas caras.

Erdogan, desde que comenzó su carrera política como alcalde de Estambul logró perfilarse como un político visionario ante la opinión pública turca y europea.

Por una parte, gracias a la alianza establecida con el integrismo islámico y el ejército, Erdogan llegó a convertirse en un garante del orden público, precisamente lo que las empresas nacionales e internacionales necesitaban para realizar inversiones a largo plazo en la floreciente economía turca.

Por otra parte, a diferencia de sus predecesores, no intentaba Erdogan entrar a la Unión Europea a todo precio. Su orientación era más bien contraria: convertir a Turquía en la vanguardia política del mundo islámico del mismo modo como Mustafá Kemal Atatürk la convirtió en los años veinte en una autocracia militar-laicista hegemónica en la región. No sin razón algunos observadores vieron en la figura de Erdogan una especie de Mustafá Kemal islámico. Prooccidental en la economía, proislamista en la política.

Y bien, todo el edificio visionario del gobernante turco se vino abajo en las recientes elecciones parlamentarias. Al forzar su proyecto autocrático ya había perdido gran parte de su credibilidad en Europa. Desde el 6 de junio ha comenzado a perderla en Turquía. Sin mayoría absoluta no habrá presidencialismo y para gobernar se verá obligado, desde ahora en adelante, a hacer lo que menos le gusta: pactar.

¿Pactar con quién? ¿Con el HDP, el partido nacionalista de izquierda kurdo cuya votación bordeó el 13%? En ningún caso. Pactar con el HDP pasa por reconocer la autonomía kurda y esa sería otra derrota para Erdogan. Además, al día siguiente de las elecciones, el líder Selahattin Darmitas —una especie de Alexis Zypras kurdo— anunció que en ningún caso pactará con el AKP.

La otra posibilidad sería pactar con la extrema derecha turca, la fascistoide aunque laica Acción Nacionalista (MHP). Pero ni los islamistas ni la ultraderecha quieren acercarse. Aparte del distanciamiento que comparten con respecto a las normas democráticas, no los une nada.

En consecuencia, a Erdogan no queda otro camino que pactar con el partido socialdemócrata CHP (un respetable 25%), representante oficial del laicismo. Pero eso lo obligará a renunciar, por lo menos a mediano plazo, al proyecto de la república islámica, lo que para Erdogan será algo así como renunciar a sí mismo.

Peor todavía: si pacta con la socialdemocracia, Erdogan deberá rehabilitar al interior de su partido a interlocutores válidos para el CHP, los musulmanes moderados de la “vieja guardia” que el mismo había alejado del AKP. Sin embargo, no tiene otra alternativa, a menos que intente dar una patada a la mesa, llevar a más militares al poder y comenzar a gobernar por decreto. El problema es que Turquía es parte (militar y económica) de Europa y no de Sudamérica. El precio que debería pagar Erdogan si intenta dar ese paso sería altísimo, tanto desde el punto de vista económico como del político.

Desde una mirada más politológica que política, los comicios parlamentarios de Turquía arrojan, además, interesantes lecciones.

La primera es que nuevamente ha quedado demostrado el fracaso de las encuestas de opinión, en este caso las turcas y las europeas. Todas, sin excepción, daban como ganador absoluto a Erdogan.

La segunda es que el resultado de las elecciones fue un desmentido rotundo para los escépticos de la oposición turca, quienes afirmaban que, debido a la influencia que la presidencia ejerce en el aparato electoral, en la justicia, en el ejército, en la televisión y en la prensa, era imposible que Erdogan perdiera su mayoría en las elecciones.

La tercera lección ha sido la más resaltada y es la siguiente: las elecciones pueden ejercer una influencia democratizadora en partidos que en sus orígenes no han sido democráticos. Interesante en ese sentido fue la apertura del partido de la izquierda kurda, HDP. Aunque en sus orígenes fue considerado un brazo civil de las guerrillas del Partido Comunista Kurdo, PKK, en los últimos tiempos ha abierto sus alas hacia diversos sectores de la sociedad, levantando un programa libertario con fuerte resonancia entre las juventudes turcas urbanas.

La defensa de minorías no solo “étnicas”, sino también culturales y sexuales hecha suya por el HDP, ha traído consigo brisas refrescantes, las que contrastan con el asfixiante y oscuro mundo de los fundamentalistas religiosos que rodean a Erdogan.

Por el momento —aunque no de modo definitivo— el proyecto militar-teocrático representado por Erdogan ha sido bloqueado en Turquía. Es, sin duda, una buena noticia. Pero no solo lo es para esa histórica nación. Lo es también para todos los demócratas. Sean estos del Occidente o del Oriente.

Fuente: El Blog de Fernando Mires