Fedosy Santaella

Hace poco fui a visitar un colegio, estuve conversando con los salones de bachillerato. Estaban leyendo alguno de mis libros, no recuerdo cuál. Quizás mi antología de vampiros clásicos, Con el susto al cuello.

En cierto momento, me pidieron que visitara un salón en específico, porque allí había tres muchachos apasionados de la lectura que además querían escribir. Tres. Mire el número: tres (3). Qué poco, pero qué gusto.

En los primeros salones, cabe decir, fue fantástico. Los alumnos preguntaban, yo les respondía, reíamos. Luego entré en este otro salón que no estaba pautado. Entré por los tres que querían leer y escribir. Me senté a hablar, a conversar con los muchachos. Cuarto año de ciencias.

Al fondo, dos alumnos hablaban, ignorando mis palabras.

No solo hablaban, reían entre ellos.

No solo reían, se notaba claramente que se burlaban de lo que yo decía.

Es decir, ¡dos muchachitos de cuarto año de bachillerato me hacían bullying!

Me pareció que se les antojaba muy cool portarse de tal manera.

Te confieso, lector: yo sufrí bullying en bachillerato. Cuando pasé de primaria a primer año, me encontré con un grupo de jodedorcitos chéveres que me hicieron pasar muy malos ratos. Me tildaron de idiota, de quedado, de retrasado, y hasta tuve que caerme a trancazos.

Y no voy a decir que en mí se accionó el recuerdo amargo de mi adolescencia, ni ninguna otra tontería medio freudiana. Aunque en parte sí. Pero es que, simplemente, es de muy mala educación que un par de carrizos estén hablando y haciendo burlitas, mientras otra persona habla e intenta enseñar algo.

Así que declaré que no seguía, me disculpé con la docente y dije que me iba, que no podía seguir porque había dos mamadores de gallo en el salón. La docente, muy apenada, se disculpó y me salí.

Allí estaba, con la representante de la editorial, tomándome un agua para pasar el mal rato, cuando se me acercó la docente y me preguntó si podía conversar con los tres chicos lectores. Dije que sí, que cómo no, y nos sentamos en unos banquitos a hablar. Muy sabrosa la conversación. Aquellos chicos estaban realmente interesados, y además preocupados, pues alguno quería estudiar Letras, pero no sabía qué podían decir sus padres al respecto.

Al rato apareció de nuevo mi estimada docente, y me preguntó si podían venir otros chicos. Dije que sí, y se aparecieron unos cinco más. También conversamos de mil maravillas.

Otro rato más, y de nuevo la docente. ¿Pueden venir otros chicos? La misma respuesta, y entonces apareció todo el salón, allá afuera, ante mí, en aquel banquito.

Por supuesto, los dos burlistas no estaban.

Por supuesto, los dos burlistas ya no eran chéveres.

Ya su mala educación no era cool.

Aquella conversación final, debo decir, fue maravillosa.

De las mejores que he tenido.

Hoy te cuento esto, y pienso en mis alumnos de la universidad. En esos que se sientan atrás, hablan, se ríen, y luego salen mal en los exámenes.

Tú dirás, ¿será que no le pones suficiente a las clases?

¿Será que no eres buen profesor?

Yo también me lo he preguntado.

Pero te digo, querido lector, que yo me esfuerzo. Que le pongo y le vuelvo a poner semestre tras semestre, con el fin de ser buen profesor. Incluso, te digo, le pongo mucho con el fin de ser un excelente profesor.

Y también te hago una pregunta, querido lector, ¿recuerdas cuánto ganamos los profesores universitarios? ¿Sabes, querido lector, que hay cinco niveles de profesor en la universidad? ¿Sabes que tienen que pasar años para pasar de un nivel a otro? ¿Sabes que para hacerlo hay que presentar un trabajo de investigación que es evaluado por un jurado conformado por profesores de altísimo prestigio? ¿Sabes que para ascender en la carrera académica y ganar alguito más de platica, el profesor debe hacer maestrías y doctorados? ¿Sabes cuánto esfuerzo implica quemarse las pestañas estudiando para ser cada día mejor?

Y te voy a decir otra cosa: es mentira (porque por ahí anda ese mito absurdo) que quienes dan clases en la universidad son los que no han podido ser exitosos en sus trabajos. Querido lector, eso no es cierto. Yo doy clases porque me apasiona la docencia, y dejé de trabajar en oficinas porque me harté de las oficinas. No voy a presumir de mi currículo, pero búscame en Internet y pregúntate luego si yo doy clases porque no he sido exitoso en mi carrera o en mi vida.

Además pienso, querido lector —y que este sea el argumento más sólido—, que ni al peor de los profesores se le debe hacer tales desagravios. Todos merecen respeto.

No me hace sentir bien pensar en estas cosas, querido lector. Me entristece.

Me entristece mucho.

Pero una cosa sí te digo, la mala educación nunca podrá ser cool, y nunca pero nunca estará de moda, a pesar de que algunos se esfuerzan con tesón infame por ello.

Hasta la vista, y feliz día.