Fernando Mires
Lejos están los tiempos de la Europa del Tratado de Maastrich (1992), de esa Europa que parecía avanzar hacia la integración a través de un sistema monetario único, punto de partida para lo que se pensaba iba a ser una unión política y cultural de histórica trascendencia. Hoy esa bella utopía ha sido convertida en aterradora distopía, visión surgida de un presente sombrío que se extiende a lo largo y a lo ancho de todo el continente.
Europa está en guerra. Hay que decirlo, aunque sus temblorosos gobiernos no lo quieran aceptar. Es la guerra declarada por el ISIS como fue la de ayer por Al Quaeda. En esa guerra se combinan todas las formas de lucha, incluyendo a las políticas.
ISIS y sus organizaciones afines se ramifican al interior de gobiernos islámicos, sobre todo los sauditas que dicen combatirlas. No se trata entonces del simple “terrorismo internacional”, sino de una guerra pluridimensional, de una que tiene lugar dentro y fuera de los Estados y, sobre todo, dentro y fuera de Europa.
Barrios poblados de musulmanes de segunda y tercera generación amenazan con convertirse en enclaves de una guerra en contra de un Occidente real o imaginario. Esos ejércitos de jóvenes sin trabajo han pasado a ser masa disponible en el renacer del terrorismo islámico. Con una Kalaschnikov cualquier desamparado cree acceder a una vida heroica aún más allá de la muerte: en los cielos de las vírgenes desnudas del islamismo vulgar.
Europa está siendo atacada desde dentro y desde fuera. Pero no solo por islamistas. Más destructiva aún que el yidahismo es la acción corrosiva que se desprende de la formación de un antiguo-nuevo fenómeno: un anti-europeísmo de origen europeo, ayer organizado en visiones nazis y estalinistas y hoy vuelto a renacer bajo formas más sutiles: en populismos de ultraderecha, en hordas xenofóbicas, en gobiernos clericales y reaccionarios como los de Polonia y Hungría, en movimientos ultra y mini-nacionalistas, y por si fuera poco, y de un modo cada vez más evidente, en potencias militares ayer cercanas a Europa, entre ellas Turquía.
Y apoyando a todas esas siniestras apariciones, aparece como faro luminoso de atracción, la Rusia imperial de Putin.
Demasiado para la débil Europa política que recién comenzaba a dejar atrás a la Europa puramente geográfica.
Pero aún más grave son las escasas defensas que muestra la Nueva Europa. Quienes se oponen a la avanzada anti-democrática son siempre los mismos, gente que oscila entre los 40 y 50 años, miembros de “esa Europa podrida” formada “por vegetarianos y ciclistas”, según las fascistizadas palabras de Witold Wasczykowski, ministro del exterior polaco.
En ninguna parte aparecen juventudes idealistas o rebeldes. Las nuevas generaciones, o se hunden en la seudo-vida digital o pasan a militar en las filas de los enemigos de Europa.
En el espacio de la política establecida tampoco surgen reacciones. Conservadores democráticos y socialdemócratas, en lugar de cerrar filas –con excepción de Francia– se dedican a practicar rituales politiqueros del siglo XX, cuando se repartían el poder en una sociedad industrial que ya ha dejado de existir.
Lo peor del caso es que todos los fenómenos nombrados no son una simple lista. Cada uno se encuentra en estricta correspondencia con el otro. Tiene así lugar una constelación formada por articulaciones múltiples.
Veamos: Los bombardeos sobre el mundo islámico han desatado las más grandes migraciones vividas por Europa después de la segunda guerra mundial. En los estratos medios, sobre todo en lugares donde sus habitantes nunca habían tenido contacto con extranjeros, han surgido inevitables miedos transformados en pánico por la prensa sensacionalista y en histeria por los partidos de ultraderecha.
Los grupos xenofóbicos que siempre habían existido en sus rincones, viven su primavera dorada. De sectas han pasado a convertirse en partidos que aglutinan a vastos movimientos de masas enardecidas. Ha llegado la hora de Geert Wilders en los Países Bajos, de Vlaams Belang en Bélgica, del Partido de la Libertad en Austria, de los Verdaderos Demócratas de Suecia, de Aurora Dorada en Grecia, de los Finlandeses Verdaderos, del Partido Popular Danés, de Pegida y de Alternativa para Alemania.
En Polonia y Hungría ya son gobiernos. Emulando al régimen autocrático de Putin, los presidentes Kaczynski y Orbán proclaman su desprecio por las libertades democráticas, su rechazo a la república parlamentaria y el culto a la personalidad y a los valores patrios.
Tanto Orbán como Kaczynski han procedido a apoderarse de los aparatos de la justicia, a restringir la prensa libre y a restaurar los ritos más oscuros del catolicismo medieval. La democracia para ellos es solo un instrumento para acceder al poder y cercenar libertades democráticas.
Más allá de las diferencias, a todos estos grupos y gobiernos los unen tres principios: una islamofobia radical, un antieuropeísmo rabioso (anti UE) y un total rechazo a uno de los pocos bastiones democráticos que mantienen cierta solidez en Europa: la Alemania de Ángela Merkel. En ese último punto los nacionalistas de la ultraderecha concuerdan plenamente con el neo-izquierdismo de Syriza en Grecia y de Podemos en España. Como ocurrió en la década de los treinta del siglo XX con el estalinismo y el fascismo, los extremos han comenzado a retroalimentarse.
No es primera vez que Europa se encuentra amenazada desde fuera y desde dentro. En los momentos en los cuales parecía claudicar, siempre apareció un Churchill, un De Gaulle, un Brandt, e incluso, desde más lejos, un Gorbachov. Las reservas democráticas son todavía abundantes. Los valores legados por la Ilustración siguen vigentes. Pero eso no significa que no hay que tomar en serio las amenazas que se ciernen sobre el continente.
Europa, en efecto, puede soportar deserciones de países como Hungría o Polonia, recién llegados a la política post- Guerra Fría. El problema es que esta vez hay tres naciones de la Europa histórica en peligro. Me refiero a Francia, España y Alemania. Si cualquiera de ellas sucumbe al influjo antidemocrático de nuestro tiempo, Europa puede dejar de ser lo que ha sido y es: la fuente del Occidente político y cultural.
Francia se encuentra sitiada desde dentro por las dos cabezas de la hidra antidemocrática. Por un lado, la cabeza islamista que intenta convertir al país en blanco de operaciones terroristas. Por otro, la cabeza ultranacionalista representada por el Frente Nacional y su líder Marine Le Pen.
Hasta ahora la Francia republicana resiste; y no sin cierto heroísmo. Sus partidos democráticos hacen causa común. Pero de una manera u otra los fundamentalistas islámicos y anti-islámicos han logrado imponer sus condiciones. Los terroristas han desatado el miedo colectivo y su correlato: la más abierta islamofobia. Los ultraderechistas han politizado a la islamofobia hasta llegar a convertirla en alternativa de poder. Con ello han logrado reducir la multicolor política de Francia a solo dos opciones. O con la Le Pen o sin la Le Pen.
Está de más decir que el dualismo empobrece radicalmente a la política. Obligados a pactar entre sí los socialistas y los republicanos, las diferencias son atenuadas y los debates, que son la sal de la política, tienden a desaparecer. Aún perdiendo Marine Le Pen ha logrado uno de sus propósitos: la despolitización de la democracia francesa.
España, aunque así lo parezca, es otro gran país amenazado. Hasta hace poco tiempo parecía ocurrir lo contrario. La crisis del bipartidismo (PP y PSOE) había dado origen a un interesante cuadrilátero gracias a dos partidos emergentes: Podemos y Ciudadanos.
Podemos podría haber sido el representante del movimiento de los indignados del 2011. Pese a sus infantilismos, sus vacíos programáticos y sus oscuras vinculaciones con el régimen chavista de Venezuela, parecía traer aires nuevos a la letárgica política del país, integrando a muchos desorganizados sin adscripción política.
Ciudadanos, a su vez, ha intentado romper con la dicotomía clásica (izquierda y derecha) buscando soluciones no ideológicas a problemas reales. Además, su doble condición de partido catalán y español lo facultan para ser el puente de plata entre las autonomías y toda la nación.
El primer gran problema surgió desde Cataluña donde la extrema izquierda representada en la CUP y los conservadores de Junt pel Sí plantearon el desafío de la escisión plebiscitaria. El segundo problema apareció cuando otras regiones (Valencia, el País Vasco, Navarra) comenzaron a asumir el modelo catalán. El tercero, el más grave, fue y es el ofrecimiento de Pablo Iglesias para convertir a Podemos en el partido eje de los “independentismos” de ultraizquierda y ultraderecha. El cuarto problema ha sido y es el oportunismo de Pedro Sánchez quien insiste en ser presidente a través de una alianza de las izquierdas (PSOE y Podemos) pasando por alto, como si no existiera, el peligro secesionista.
Si todos estos problemas se articulan y amplían, España será, como alerta Albert Rivera, definitivamente despedazada. De más está decir lo que eso significaría para el ideal de una Europa Unida.
El gran peligro de España está concentrado definitivamente en Podemos y en su ambicioso líder, Pablo Iglesias.
Si los españoles no se dan cuenta a tiempo se verán un día en la obligación de tender un cordón sanitario alrededor de Podemos del mismo modo como hacen los franceses con el Frente Nacional. La comparación no es antojadiza. Si dejamos el chapuceo ideológico a un lado, veremos que Podemos y el FN tienen no pocos puntos en común. Ambos han votado en contra del euro en el Parlamento Europeo. Ambos no disimulan simpatías por Putin. Ambos son enemigos de la UE. Y no por último, ambos ven en la persona de Ángela Merkel a una enemiga total. En ese último tema no están solos.
El liderazgo del gobierno Merkel ha sido uno de los principales diques en contra de las tendencias disgregadoras de Europa. Ese liderazgo fue primero nacional. Al aplicar dosificadamente las medidas anti-crisis, Alemania fue el primer país europeo en salir de la recesión.
Ante el tecnocratismo de los jerarcas de la UE, Merkel debió asumir un liderazgo continental. Razón más que suficiente para que los izquierdistas europeos hubieran sustituido la noción del “imperialismo norteamericano” por la del “imperialismo alemán”. Pero todos saben, sobre todo Alexis Tsipras, que si no hubiera sido por Merkel, Grecia estaría hoy en cualquier parte, menos en Europa.
Frente a las pretensiones expansivas de Putin, Merkel ha sido el principal obstáculo, hecho que la ha llevado a ejercer liderazgo político, atrayendo hacia sí a Hollande, otro de los que llegó al poder agitando consignas anti-Merkel. En fin, en todos los niveles, Merkel emerge como líder indiscutida. Razón más que suficiente para que los europeos anti-europeos la conviertan en blanco de todos sus ataques.
Lo que nadie pensó fue que en su propio país, Merkel llegaría a ser símbolo de la reacción antidemocrática. Todo comenzó con su política frente a los refugiados provenientes de los países islámicos, sobre todo de Siria.
Merkel fue confrontada con un dilema. O levantaba muros al lado de los cuales el de Berlín habría sido un juguete, o abría puertas a las masas que pedían refugio. Eligió la segunda alternativa. Ya sea por su espíritu cristiano, ya sea por su compromiso en una guerra en la cual Alemania ya está participando, ya sea por su visión de estadista que le permite ver en la futura integración de los trabajadores emigrantes una sustitución para una población laboral en franco descenso, el hecho es que Merkel, con su política migratoria se ha transformado en la enemiga número uno de la ultraderecha alemana y europea.
En estos momentos tiene lugar en Alemania una sincronizada sublevación política. Desde los partidos xenofóbicos, Pegida, pasando por la más elitista Alternativa para Alemania y sectores ultraconservadores de la CSU, hasta llegar a algunas fracciones socialdemócratas que imaginan capitalizar “las próximas elecciones”, son disparados dardos en contra de Ángela Merkel.
Merkel se encuentra en estos momentos aislada. De la Linke (la Izquierda) nunca va a recibir apoyo. Y los Verdes tienen, entre varias, la mala costumbre de no meterse en política.
Merkel, sin embargo, sigue manteniendo popularidad entre los sectores más esclarecidos de la sociedad alemana. Liderazgos sustitutivos no asoman por ninguna parte. Nadie posee su capacidad para lograr consensos entre posiciones antagónicas. Pero está claro que no podrá salir del paso sin hacer concesiones. ¿Hasta dónde? De esa pregunta depende no solo el destino de Alemania.
Pensando en términos macro-históricos puede que esa luz nacida una vez en Atenas, aún sin apagarse, deje de brillar sobre Europa. Si así ocurriera, otros deberán asumir su legado luminoso. ¿América? O mejor: ¿Las tres Américas? Es solo un pensamiento. Es solo una idea.
Fuente: El Blog de Fernando Mires