Lissette González
En las últimas semanas han proliferado titulares tanto en la prensa nacional como extranjera sobre una inminente crisis humanitaria en nuestro país. Incluso, la Asamblea Nacional dedicó su sesión del pasado jueves a discutir la escasez de alimentos y se declaró una emergencia alimentaria.
Ante la intensidad de nuestros problemas económicos, con inflación y escasez que según todos los pronósticos empeorarán este año, las medidas por las que claman al gobierno todos los sectores tienen que ver con recuperar un mínimo equilibrio macroeconómico: eliminar controles de precios, unificar el tipo de cambio, aumentar el precio de la gasolina. Poco se habla, sin embargo, de las medidas sociales necesarias para sortear la crisis.
Es cierto que diversos analistas han propuesto pasar del modelo actual de subsidios indirectos a uno de subsidios directos a la población más vulnerable. Por supuesto, medidas de esta naturaleza serían indispensables para proteger a los más pobres ante los severos efectos de un ajuste económico. Sin embargo, dichas medidas serían muy insuficientes para que los grupos en situación más precaria pudieran aprovechar una eventual recuperación económica.
Las carencias de la política social tradicional (salud, educación y seguridad social) para construir un piso de inclusión mediante la generación de capacidades que permita a la población insertarse con éxito en la vida económica son evidentes al menos desde los años 80. Y, si bien desde la década de los 90 las nuevas políticas sociales (tanto los programas compensatorios como las misiones sociales) han estado en la agenda pública, ninguna de estas iniciativas abordó reformas institucionales en el sector social, imprescindibles para lograr un escenario de inclusión.
Aun no nos estamos preguntando cómo haremos para construir los planteles que hacen falta para garantizar la cobertura universal de la educación media, ni cómo abordaremos los problemas de rendimiento escolar que empujan a la deserción temprana de los jóvenes más vulnerables. Mucho menos hemos pensado cuáles son los contenidos que debería enseñar la educación media para facilitar la inserción laboral de los jóvenes, ni cuál será la estrategia para la capacitación de trabajadores en ocupaciones no profesionales, o cómo se resolverá de forma sostenible el financiamiento de una educación superior de calidad.
Lo mismo ocurre con las restantes áreas de la política social: seguimos sin una legislación que articule los diversos servicios en un sistema nacional de salud y no hemos elaborado ni discutido el diseño de un sistema de seguridad social sostenible o cómo aumentar la proporción de trabajadores que cotizan, en medio del fuerte cambio demográfico que está experimentando el país, gracias al cual muy pronto tendremos que atender a una alta proporción de adultos mayores.
Puede que parezca que esos temas no son urgentes, que eso puede esperar al largo plazo, a que resolvamos asuntos más apremiantes. Pero el tema es que en todas estas áreas los problemas son tales que no se resolverán con crecimiento económico, ni con cuentas públicas saneadas. Ni siquiera mejorarían en el improbable supuesto que volvamos a tener un barril de petróleo a 100$. Y las desigualdades son tan importantes que incluso pueden convertirse en un freno para la reactivación económica: ¿cómo podemos crecer sin una población activa, sana y capacitada? Si a estos problemas de largo aliento del sector social añadimos los efectos de la crisis que estamos viviendo producto de la inflación y de la escasez, mantener la actual inacción podría suponer altísimos costos, tanto económicos como políticos.
Nunca pensar en lo social había sido tan importante.