Francisco José Virtuoso

De la lectura de los evangelios, nos queda claro que se llamaba Yeshúa. Según la etimología más popular, el nombre quiere decir «Yahvé salva». Se lo había puesto su padre el día de su circuncisión. Era un nombre corriente y por eso había que añadirle algo más para identificar bien a quien lo llevaba. Según los evangelios, la gente lo llamaba Yeshúa bar Yosef, «Jesús, el hijo de José». En otras partes le decían Yeshúa ha-notsrí, «Jesús el de Nazaret».

Para la gente que se encontraba con él, Jesús era «galileo». No venía de Judea, tampoco había nacido en la diáspora, en alguna de las colonias judías establecidas por el Imperio. Provenía de Nazaret, una aldea desconocida, no de la ciudad santa de Jerusalén. Todos sabían que era hijo de un artesano, no de un recaudador de impuestos ni de un escriba.

Ese judío de Galilea es el personaje central del cristianismo, que cautivó a sus audiencias, irritó a los representantes de los poderes de la época, inició una nueva religión y dividió la historia de Occidente y de parte de Oriente en un antes y después.

Su figura fue la de un profeta itinerante, caminando de aldea en aldea, primero en su comarca y luego desplazándose hasta llegar a Jerusalén, la capital política y religiosa de su país. Al llegar a un pueblo, Jesús busca el encuentro con los vecinos. Recorre las calles como en otros tiempos, cuando trabajaba de artesano. Se acerca a las casas deseando la paz a las madres y a los niños que se encuentran en los patios, y sale al descampado para hablar con los campesinos que trabajan la tierra o con los pescadores del lago de Galilea. Un lugar de atención especial era la sinagoga, el espacio donde se reunían los vecinos, sobre todo los sábados. Las parábolas y las imágenes que Jesús extrae de la vida de estas aldeas vienen a ser «parábola de Dios». La curación de los enfermos y la liberación de los endemoniados son signos de una sociedad de hombres y mujeres sanos, llamados a disfrutar de una vida digna. Las comidas abiertas a todos son símbolo de un pueblo invitado a compartir la gran mesa de Dios, el Padre de todos.

Su liderazgo consistió en invitar a la gente común, excluida, pobre y desahuciada a confiar en sí misma, a tomar la vida en sus manos y a ponerse en camino. Invitó también a quienes tenían poder, fortuna y letras a dejar su posición de confort, a salir de sí mismos y a practicar la justicia y la solidaridad. Tanto unos como otros son llamados a la fraternidad de los hijos de Dios.

El liderazgo de Jesús se consolida en la Pascua. Se trata de una palabra hebrea que significa «paso» y refiere a todo judío el Paso del Mar Rojo, cuando el Señor los liberó de la esclavitud de Egipto. Jesús vivió su propia Pascua pasando de la muerte a la vida, de la oscuridad a la luz. En la Semana Santa cristiana esta es la celebración central que rememoramos desde el jueves hasta el sábado en la noche. Celebración que nos recuerda una y otra vez que el sueño de Jesús, el nazareno, no se borró en la cruz.

Otra Semana Santa llega a Venezuela en un momento caracterizado por una crisis global que afecta a toda la sociedad de muchas maneras. Para los cristianos es un tiempo privilegiado para ver en el liderazgo del Nazareno nuestra irrenunciable vocación de entrega y servicio, de encuentro con los otros, de despertar esperanza, de movilizar energías, de apostar creativamente por el tesoro oculto que todos llevamos en el corazón.

Es una semana para la oración, el encuentro consigo mismo y la renovación de nuestros sueños. Es tiempo para la trascendencia, saliendo de nosotros mismos y poniéndonos en camino como lo hizo el peregrino de Nazaret.

Publicado en el diario El Universal el 16 de marzo de 2016