Marielba Núñez

La asfixia a la que se ha sometido la ciencia venezolana en los últimos tres lustros la está empujando a la extinción. Las cifras sobre el desempeño del país en la producción de conocimiento son suficientes para entender que no se trata de ninguna exageración. Para citar solo un ejemplo que ilustra la magnitud de la debacle, basta mencionar que el número de publicaciones en revistas indexadas, uno de los principales parámetros para medir la productividad científica, ha sufrido una caída de más de 40 % en la última década, un dato al que se refirió, en una entrevista concedida a la revista Nature, Claudio Bifano, expresidente de la Academia Venezolana de Ciencias Físicas, Matemáticas y Naturales.

La tragedia de los centros de investigación pretende ocultarse tras cifras oficiales que no parecen tener asidero en la realidad: el gobierno sostiene que invierte 2,6 % del Producto Interno Bruto en ciencia y tecnología, una cantidad que sería la envidia de cualquier país latinoamericano, donde el promedio de inversión en el área no suele superar el 1 %, pero lo cierto es que eso no se traduce en indicadores tangibles de avances en la materia. Tampoco hay señales de esos recursos en la infraestructura de laboratorios e institutos, que carecen hasta de lo más básico.

Para apreciar completamente el dramático panorama, hay que recordar que, como señaló también Bifano, quien actualmente preside la Academia Latinoamericana de Ciencias, el país ha perdido su riqueza más valiosa con la emigración de cerca de 1.500 científicos en los últimos quince años, un capital que tomó años formar y que no se repondrá sin un enorme y continuado esfuerzo. La razón de esa masiva pérdida de talento tiene que ver con las bajísimas remuneraciones –sueldos que rozan el sueldo mínimo o que incluso están por debajo– pero también con la falta de condiciones para desarrollar la carrera científica en el país, a lo que se suma la aguda crisis económica y la violencia creciente. Otras naciones se benefician del éxodo, pues han sido receptoras de ese personal especializado en cuya formación no han tenido que invertir un centavo. Nuevamente en este punto tropezamos con las «verdades oficiales»: el gobierno sostiene que el número de personas acreditadas en el Programa de Estímulo a la Investigación (PEI) ha aumentado más de 300 % en los últimos años. Sin embargo, cualquiera que haya indagado sabe que el perfil de quienes se adscriben al PEI es ahora muy distinto a lo que fue en el pasado, pues admite innovadores populares y tecnólogos, cuyos aportes, aunque sean valiosos, no pueden usarse como parámetro para medir el desempeño de los centros de investigación académica.

En todo caso, lo que puede leerse como un claro fracaso gubernamental en materia de impulso a la ciencia y tecnología, podría también interpretarse como el éxito de lo que parece haber sido un plan para desmontar el sistema de investigación que el país había intentado consolidar desde la década de los sesenta. Este, si bien había experimentado altibajos y cuestionamientos, también había mostrado éxitos apreciables, entre ellos el destacado papel que lograron varias de las universidades nacionales y centros de investigación en productividad científica, que hoy es solo una sombra de lo que era.