Fedosy Santaella

Comienza el semestre, vuelvo a la universidad, a sus pasillos, a sus aulas, a la biblioteca, a sus jardines, a su cafetín, a su feria. Me siento a gusto en la universidad. He almorzado y cenado incluso en ella, más en la feria que en el cafetín. Pero debo decir, ante esta perspectiva del nuevo semestre, que vuelvo a pensar en esas horas de almuerzo y me viene, sobreponiéndose al agrado que acabo de señalar, la insólita preocupación que siento cuando debo comer allí al mediodía.

¿Por qué me preocupo?

Pues me preocupo por las sillas.

Quizás falten sillas y mesas en la feria, no lo sé, no es de eso que quiero hablar.

Verás, en más de una ocasión he ido a la feria y he encontrado mesas libres. Con mi almuerzo ya listo, me ha paseado entre la gente y sí, he encontrado mesas libres, pero sin sillas. Bueno, es lógico que así sea. La gente come en grupo, los amigos departen en torno a una mesa, de a cinco, de a seis o incluso más. Contra eso no tengo nada. Sería absurdo que yo pretendiera que no tomaran una silla de una mesa para llevársela a otra mesa. Pero hay comportamientos que no termino de entender y que te ponen a dudar en relación a la empatía con el otro que nos mueve en estos tiempos.

En más de una ocasión me he encontrado con que las sillas que se han llevado de tu mesa para otra mesa, no están ocupadas por personas sino por bultos, morrales, libros, carpetas, cuadernos. Si bien es cierto que los amigos se guardan puesto y contra tal acto de compañerismo tampoco nada tengo, me he dado cuenta que en muchas oportunidades la persona ocupa con su morral la silla porque sí, o no porque sí, sino porque no quiere, digamos, que su morral se ensucie en el piso. Y lo digo, porque luego de cazar por fin una, me he puesto a observar alguna silla que me fue negada. ¿Qué he visto? Pues que nadie llega a ocupar ese puesto, que ningún amigo o compañero de clases aparece con una bandeja y se sienta a comer. Eso he visto. Por no decir que, en no pocos casos de ronda petitoria, me he encontrado con que la solicitada silla estaba ocupada por los pies de un alegre galán. Por supuesto, esa silla también es negada, y por supuesto tampoco nunca es ocupada por alguien más. Imagino que el galán no ha querido ensuciar sus zapatos con el piso, ¿no? Es decir, zapatos, piso, ¿cómo se te ocurre?

Creo que tales actitudes nos hablan de cómo estamos con respecto a nuestra relación con el otro. Vivimos tiempos precarios, tiempos donde estamos perdiendo de manera acelerada la esperanza y la fe. Detrás de estas pérdidas, viene, irremisiblemente, otra aún más grave: la del amor.

Y no se entienda amor como un asunto cursi. El respeto es amor, la consideración es amor. La solidaridad, la apertura hacia el otro. El amor es un acto de apertura. No necesariamente debo salir corriendo a ofrecerle la silla al otro para demostrar que lo amo. Sin embargo, no abusar de esa silla que no es de nadie pero es de todos, también puede ser un acto de amor. Y si no lo quieres ver como amor, no importa. Pero sí piénsalo como un acto de ciudadanía, de respeto.

Estos son tiempos de una profunda crisis hacia el otro. En Venezuela, y en todo el mundo. Nos ha sido arrebatado ese trozo de humanidad que tiene que ver con el amor, con la comprensión del otro, con la convivencia y con el diálogo. Nos hemos vuelto enemigos. Por intereses políticos, por jugarretas del poder, por egoísmos ajenos, en Venezuela la palabra enemigo ocupa el primer lugar del trending topic de nuestra existencia. Y desde las altas esferas, todos los días, se hace lo posible porque así sea.

Asistimos a la universidad no solo para adquirir conocimientos, sino también para aprender a pensar. Quien piensa es capaz de hacer un juicio, de reflexionar, quien piensa es capaz de dialogar consigo mismo. De modo que, quien no es capaz de dialogar consigo mismo, tampoco es capaz de dialogar con los demás, con el otro, y por supuesto, no es capaz de sentir empatía.

Vivimos entre el adoctrinamiento y el terror, precarios de humanidad. Así es todos los días en la calle. Dentro de las corrientes de los discursos supuestamente encontrados esa silla puede ser mía porque yo la asumo mía para el bien de un colectivo impreciso, de una doctrina aérea, de un «pueblo» fantasmal, o puede ser mía porque simplemente yo quiero que sea mía, porque nada me lo impide, porque dentro de este terror y esta violencia me he vuelto absolutamente insensible.

Ambas perspectivas se hermanan en el egoísmo, en la cosificación del otro, y en la violencia. Porque quedarse con la silla para poner tus pies o tu morral no es sólo un acto de egoísmo, sino también una agresión. Estar allí, indiferente ante la necesidad del otro por una silla, te pone al mismo nivel de la camarógrafa que le metió los pies a los migrantes en Hungría, o de los soldados que «movilizan» a los humildes colombianos que están pagando los platos rotos de oscuros intereses.

En fin, la silla y el almuerzo me preocupan de cara al semestre que comienza.

La silla y el poder me preocupan también.

 

Imagen de La Feria tomada de un trabajo time-lapse realizado por la estudiante ucabista Anitza Guillén