Ronald Balza

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Hubiera querido acompañarlos durante los actos de su graduación. Especialmente durante la imposición de botones, para poder escucharlos y abrazarlos, y felicitarme con ustedes por cuanto hemos compartido.

Como no pude llegar, me prometí escribirles. Por supuesto, porque les tengo afecto. Pero también  porque se han graduado en días terribles. Hasta hace poco, ustedes eran estudiantes (de pregrado). Y de los estudiantes se espera mucho, y en momentos tan dolorosos como los que vivimos no siempre se espera de cada uno lo que es capaz de ofrecer.

Ustedes dejaron de ser estudiantes (de pregrado) mientras distintas formas de sufrimiento cruzaban calles de nuestro país, se instalaban en casas de nuestro país, cruzaban fronteras de nuestro país. Ustedes dejaron de ser estudiantes (de pregrado) mientras transcurrían momentos que son y serán contados de muchos modos, aunque en todos deberá decirse algo sobre los estudiantes.

Sobre estudiantes y opresores. A veces, los gestos de unos y las represalias de otros parecen tomados de un mismo cuadro, aunque se refieran a acontecimientos ocurridos en 1928, 1958, 1960, 1987, 2007, 2014 o 2017. Y por esa misma razón, no siempre tratan con justicia a todos los estudiantes de cada generación, y menos aún a los de las demás generaciones. Porque el estudiante de un día podría convertirse en opresor con los años. Porque la condición de estudiante no es única, ni es eterna, ni es inmutable. Porque no lo es la juventud. Ni la vida que conocemos.

2

Contar historias no es sólo un modo de recordar. Es también una manera de interpretar lo pasado y de justificar una visión del porvenir. Por eso mismo, algunas historias se convierten en lugares comunes, repetidos hasta perder todo vestigio de reflexión, e incluso de piedad. Cuando se cumplieron 200 años de la batalla de La Victoria, por ejemplo, hubo quien dijo que a los jóvenes “podían masacrarlos como moscas, pero su heroicidad, su arrojo y prestancia solo podía producir el resultado que se obtuvo”. Y yo, que compartía salón con algunos de ustedes, pensé que casi todos aquellos jóvenes eran más jóvenes que ustedes.

Les invito a pensar en la historia por la que el 12 de febrero fue feriado en sus escuelas, cuando eran niños. Les invito regresar al siglo XIX, para leer unas líneas escritas por Eduardo Blanco, y  Juan Vicente González poco después de la guerra de independencia. Les invito a ustedes, que fueron estudiantes en una República constitucionalmente Bolivariana.

Según Blanco, más de un tercio de los soldados de Ribas eran alumnos de la Universidad, porque

“después de haber ofrendado, desde 1811, al insaciable vampiro de la guerra, la sangre de sus hijos, Caracas se encuentra extenuada; no tiene ya hombres que aprestar al sacrificio, y al reclamo de la patria en peligro, sólo puede ofrecer sus más caras esperanzas… De las aulas se levanta una generación adolescente, que abandona el Nebrija para empuñar el fusil. Sobre la beca del seminarista se ostentan de improviso los arreos del soldado. De camino al encuentro del enemigo, aprenden el manejo de aquella arma mortífera que pesa sobre sus hombros; y acostumbran el oído á los toques de guerra y á las voces de mando de aquellos nuevos decuriones que se prometen enseñarlos á servir á la patria. Todos van contentos; diríase que están de vacaciones, ¡pobres niños!…; apenas les bulle ardiente en las venas la sangre generosa de sus padres, y ya van á derramarla. Todo por la patria! por la patria! y por la idea sublime que alienta en sus almas juveniles”.

En la narración de Blanco falta parte de una historia que González quiso contar:

“Después de la derrota de Barquisimeto, Bolívar ordenó á Ribas por primera vez desde Caramacate que fusilara á todos los europeos y canarios y que hiciese marchar cuantos hombres hubiese en la ciudad de Caracas con especialidad los jóvenes estudiantes. Ribas eludió las órdenes de muerte, pero llevó á cabo con formidable impaciencia la que se refería á los estudiantes… Ellos serían hoy el ornamento de la República; y empaparon con su sangre los cerros de Vigirima y las calles de la Victoria y los campos de Ocumare. Para el 6 de marzo de 1 814, de ochenta y cinco seminaristas habían quedado seis; en julio quedaba uno solamente. En vano levantó la voz el doctor José Antonio Pérez, provisor y vicario general. Ribas se envolvió en su amenazador silencio. Una tarde, muy fría del mes de febrero, con lanzas en la  mano, pobres niños de veinte años el mayor, de doce no pocos, desfilaban á vista del general Ribas y otros oficiales. Llevaban algunos el sombrero y la chupa clerical; al dejar otros el hábito, habían quedado mal traídos y en camisa. Madres lloraban á su alrededor, mientras los desgraciados niños tomaban un aire marcial y aparentaban resolución y valor”.

Pobres niños, dicen ambos, que no estaban preparados para la guerra. Uno dice que Caracas los ofreció. El otro, que Bolívar los reclamó, el mismo día que ordenó ejecutar a todos sus prisioneros. Uno dice que los niños iban contentos, alentados por ideas sublimes. El otro dice que sólo aparentaban resolución y valor. Uno recuerda la sangre generosa de los padres. El otro, a las madres llorando alrededor.

Murieron, y con ellos otros jóvenes, más, que no eran alumnos de la Universidad. Pero con la batalla no terminó la guerra. Faltaban diez años para Ayacucho, y para que brotaran los problemas de la paz. Para Eduardo Blanco, “los verdaderos resultados de esta jornada inolvidable” no fueron sino uno, dicho de muchas maneras: limpiar el nombre de La Victoria, que debía reprocharse haber sido el lugar donde Miranda capituló ante Monteverde;

“cubrir la fosa de un oscuro desastre con el arco triunfal del heroísmo ; arrebatar al pasado un recuerdo lastimoso, rodearlo de prodigios, de tenacidad, abnegación y valentía ; redimir lo pequeño con lo alto, lo débil con lo fuerte, lo pusilánime con lo excelso ; por cada plumada de una capitulación inexplicable, ofrecer como rescate, cadáveres sin cuento, miembros mutilados, arroyos de sangre, entereza de gigantes, fe de mártires ; dejar sellada la página luctuosa con un timbre brillante; limpiar la mancha; trocar en luz la sombra y arrojar sobre la insólita catástrofe el manto esplendoroso de la gloria”.

Juan Vicente González contó otras jornadas que comenzaron en las bóvedas de La Guaira y su hospital el mismo día de la batalla, cuando Arismendi inició la ejecución de europeos ordenada por Bolívar:

“Los degüellos comenzaron el 12 y continuaron algunos días. En La Guaira se les sacaba en fila, dos á dos, unidos por un par de grillos, y así se les conducía entre gritos é insultos, coronado cada uno con un haz de leña, que había de consumir sus cuerpos palpitantes. Pocos lograban se les matase á balazos, los más eran entregados á asesinos gratuitos que se ejercitaban al machete, al puñal, y que probaban á veces su fuerza arrojando sobre el cerebro del moribundo una piedra inmensa”.

La mancha que agobia a González no es la que avergonzaba a Blanco. González se pregunta:

¿No había medio de contener esos trasportes salvajes? ¿Ninguno habló, que hiciese oir los consejos de la razón indignada, que espantase con las santas cóleras del corazón, que disputase á los verdugos las cabezas inocentes? ¿Cómo dejaron beber tanta sangre á esa docena de vampiros, que han manchado para siempre los vistosos arreos de la revolución? ¿Y cómo comprenderemos tan universal cobardía en esta tierra del valor?

Blanco y González escriben sobre vampiros cuando la sangre salpica sus historias. Leyéndolos, me pregunto si los pobres niños desangrados sabían algo sobre la guerra que los arrastró, sobre la capitulación, sobre la gloria, sobre la cobardía. Si eran los héroes de Blanco o las víctimas de González. Si sacrificaron sus vidas, o si sus vidas fueron sacrificadas por quienes no tuvieron escrúpulos en tomarlas. Porque no es lo mismo.

La promoción de ustedes lleva el nombre de Carlos José Moreno Barón, que no pudo cumplir 18 años, ni terminar el primer semestre de nuestra carrera, porque fue herido de muerte en una calle por una bala que oscurece nuestra tragedia. Alguien dirá que no murió en vano. Yo no podré. Su muerte sólo me confirma la presencia de asesinos entre nosotros.

Contarnos la historia de los muertos y los heridos de nuestros días no será fácil. A mí, siempre me hará recordar unos versos de Dante en el Infierno, que dicen:

… Ese enclavado que miras

aconsejó a los Fariseos que convenía

poner a un hombre por el pueblo en martirio.

Atravesado y desnudo en el camino,

como ves, es menester que sepa

primero, de todo el que pasa, cuánto pesa.

Para hablar de la muerte, incluso la de los niños, abundan frases hechas. Quizás ayudan a apartar la vista del horror. A mí, no.

3

Con ustedes se graduó Carla de Oliveira, Summa Cum Laude. Tuve la oportunidad de escuchar sus preguntas y de leer sus respuestas. Puedo afirmar que recibió honores por sus estudios, y que no estudió por los honores. Porque es imposible estudiar por años sólo para ser aplaudido por unos segundos, así sea en el Aula Magna.

Tuvimos, ustedes y yo, el privilegio de estudiar con Carla, y Carla, el de estudiar con nosotros. Encontrarnos nos hizo otros, espero que mejores.

Cuando los estudiantes (de pregrado) dejan de serlo, porque se gradúan, vale la pena preguntarse por qué estudiaron. Y si seguirán estudiando, más allá de grados y reconocimientos. Hay respuestas frecuentes. Algunos dirán que estudian para ser alguien (lo que sea que esto signifique), o para ser independientes, o para ser mejor remunerados, o para ayudar a sus familias, o al país, o para irse del país. Y quizás por estas razones estudian. Pero hay otras. Por ejemplo, la necesidad de hacer preguntas y el placer de buscar respuestas. Aunque no haya garantías de encontrarlas.

Pedro León Zapata decía que el humorismo era un defecto físico, una limitación, porque el humorista es “un ser humano que nace inhabilitado para un montón de cosas, para las cuales el resto de los humanos es muy hábil”, y porque “todas las cosas que dice y que tanto hacen reír a los demás, él las dice en serio”.

Como profesor, y como el estudiante que sigo siendo, también tengo limitaciones que me impiden ser otra cosa. Estudio porque no puedo dejar de hacerlo. Es difícil explicar por qué cuando otros hacen otras cosas, yo prefiero leer, hablar y escribir. Y que no es indiferencia, sino diferencia.

4

No les escribo desde la Universidad donde se graduaron. Pero no importa. La Universidad es una sola, como dijo entre rectores el rector Virtuoso. Y esto no sólo es cierto en nuestro país, donde se amenaza a la Universidad cada día con mayor ferocidad. Es cierto en otras partes del mundo, porque el conocimiento no se concentra en un único punto. La autarquía empobrece, en este como en otros asuntos.

La Universidad es una idea. El primer artículo de la Ley de Universidades de 1970 la resume: “la Universidad es fundamentalmente una comunidad de intereses espirituales que reúne a profesores y estudiantes en la tarea de buscar la verdad y afianzar los valores trascendentales del hombre”. Por  supuesto, los logros de cada casa de estudios dependerán de sus recursos. Pero una casa de estudios no será una Universidad si no es una comunidad de intereses espirituales, si no busca la verdad, si no afianza valores trascendentales. Y no porque lo diga la Ley, que por decirlo habla bien de sus legisladores.

No puede hacerse una honesta búsqueda de la verdad si no se reconocen y respetan las diferencias, si no son los diferentes quienes conforman voluntariamente una comunidad. Por estos diferentes existe la Universidad. En momentos como estos, cuando ustedes se gradúan, hay casas de estudios que defienden su carácter de Universidad en nuestro país. Y la graduación de ustedes, como las de otros en otras partes de Venezuela, es uno de los resultados de su defensa.

La Universidad no se defiende por conveniencia, ni por obligación. Se defiende por convicción. Por ser una idea, prevalecerá sobre las tribulaciones de las casas de estudio. Y ustedes, en cualquier parte del mundo, serán testimonio de su existencia.

Felicitaciones. A todos nosotros.

Ronald Balza Guanipa.

Decano (E) Facultad de Ciencias Económicas y Sociales.

Universidad Católica Andrés Bello