Los niños de la fotografía son Ludbig, de 5 años, y Matías, de 2 años. Ellos viven en un pueblo de cuatro calles, una iglesia y un río, al que se le conoce como El Tukuko, ubicado en la Sierra de Perijá, en el estado Zulia. Matías, el más pequeño, recibe el nombre de “Yukpa Blanco” y ante la curiosidad por entender por qué uno de los niños menos catires del pueblo recibía ese apodo, nos hicimos amigos.

Las jornadas médicas, desarrolladas en el Centro Misional Los Ángeles del Tukuko -un complejo regentado por frailes capuchinos que cuenta con un internado y una escuela, además de un área comunitaria- nos dejaron conectar con la comunidad y colarnos en su día a día con una notoria facilidad, así que siempre sabíamos dónde podíamos encontrar a alguien. A Ludbig y a Matías, por ejemplo, cuando no estaban asistiendo a los tres días de clase que se dictan semanalmente en la escuela del pueblo, podías verlos jugando entre las hamacas de su hogar, con su abuela, tíos, su picure mascota y los niños de los alrededores.

Era común ver a los más pequeños con las mismas ropas o desnudos por el pueblo, y aunque este tuviese un río caudaloso que sirve de baño y punto de encuentro, los niños solían tener manchas de suciedad en la cara durante días. Esto solo agregaba capas a la pintura de personajes diferentes: niños con el cabello negro, otros con el pelo amarillo y nuestros dos protagonistas con el cabello enrulado, una característica que los hacía tan diferentes de los demás que, en sus ratos de juego en el río, los otros niños se lo ‘jalaban’, intentando comprobar si era real o si se trataba de algo adherido a su cabeza.

Las jornadas médicas consistían en una suerte de línea de producción para atender a más de 100 familias, de unas tres comunidades distintas, que asistieron día tras día. En ellas, la gente esperaba por horas su turno y se vivía una y otra vez lo mismo: niños con sarna, con problemas respiratorios por la quema de vegetación, niños con más brotes de paludismo que edad y otros tantos con desnutrición, situación que aumentaba ya de por sí los problemas de atención que tanto nos habían comentado las maestras de la escuela.

En las filas de horas para examinarse, nos toparíamos nuevamente con la abuela de los niños, la cabeza del hogar. Ella estaba sentada a unos metros donde Matías jugaba girando por el suelo. En esa conversación de pasillo descubriríamos que uno de los pequeños en realidad se llamaba Ludwin (y no Ludbig), que le había dado paludismo hace poco, que ella vivía al día vendiendo comida, mientras que las otras 10 personas con las que compartía su hogar eran niños o solían estar desempleados; que los residentes de El Tukuko esperaban con ansias jornadas de este tipo porque, aunque iban al ambulatorio ante cualquier emergencia, no era suficiente para comprar las medicinas y esperaban aquí obtener algunas.

La abuela también nos contó que Matías, a diferencia de Ludbig, no hablaba y que quería llevarlo a Caracas a ver a un médico especialista. Ahí descubrí -al fin- que le decían el “Yukpa blanco”, no porque fuera el más blanco sino porque era diferente, al tener rasgos heredados de su madre,  quien era ecuatoriana.

Frente a nosotros, mientras hablábamos, jugaba Ludbig con los demás niños, en ese contraste visual entre internado, pueblo y comunidades, todos unidos en el patio esperando por atención médica, resaltando aún más que los internos de la Misión tenían el cabello oscuro y los locales de las comunidades lo tenían castaño, casi amarillo, mientras que el de Ludbig y Matías era de un extraño punto medio.

No solo había entonces, para nuestra sorpresa, los indígenas de pelo negro lacio y mirada fuerte que conocíamos en las películas; también había yukpas blancos, yukpas ecuatorianos y yukpas catires, según la peculiaridad de este lugar.

Al concluir la jornada médica uno de los pediatras nos comentó: “¿Vieron todos esos cabellos amarillos? Son así por la falta de vitaminas y proteínas causada por la desnutrición. Cáritas está dando un suplemento al que le dicen vitamina, únicamente para embarazadas, porque los problemas metabólicos que te da una situación como esta son irreversibles después de cierta edad; esos niños, después de los 5 años, están destinados al fracaso”.

Pensé en el punto medio en el que están Matías y Ludbig, y aunque está comprobado que la desnutrición ralentiza el crecimiento y las capacidades cognitivas, quise creer que al menos ellos formarían parte del grupo en el que todavía se puede hacer algo.

Sin embargo, no pude dejar de pensar en todos los niños de cabellos rubios que había visto durante días y en que había concentrado mi atención en categorizarlos entre yukpas, yukpas blancos, yukpas catires y yukpas ecuatorianos, cuando lo cierto es que, al final, solo son indígenas en desnutrición.

♦Texto: Paola Proietti. Estudiante de 9no. semestre de Comunicación Social y participante del programa PAZando 2020/Fotos: Dirección de Identidad y Misión UCAB


*PAZando es un programa de inserción social estudiantil, promovido por la Dirección de Identidad y Misión de la UCAB, a través del cual, cada año, los participantes viajan a distintas comunidades rurales del país, con el fin de conocer la realidad que viven sus habitantes, intercambiar experiencias y ofrecer apoyo y atención desde su área de competencia, todo como parte de la misión de la universidad de formar profesionales solidarios y comprometidos con los sectores vulnerables.
Esta crónica forma parte de una serie que busca dejar testimonio de cómo la experiencia de PAZando cambia la vida de los estudiantes que en se involucran en este proyecto.
Para más información sobre PAZando están disponibles sus cuentas en redes sociales. En Instagram pueden buscarlos como @pazando.ucab o @dimucabg, en Facebook como Dirección de Idnetidad y Misión UCAB y en Twitter como @ucabmagis.