El sacerdote y exdirector del Instituto de Investigaciones Históricas de la UCAB hace un breve repaso por la obra intelectual del  fraile dominico, teólogo, filósofo y jurista, «hombre de alto coeficiente intelectual al servicio de la cultura, de Dios y de la Iglesia»

La familia dominica viene celebrando el triple jubileo de santo Tomás de Aquino, desde el 28 de enero del 2023 y hasta al 28 de enero del 2026: 700 años de la canonización (18 de julio del 2023), 750 años de su muerte (7 de marzo del 2024) y el 800 aniversario de su nacimiento (2024/2025).

El Aquinate fue un hombre de alto coeficiente intelectual al servicio de la cultura, de Dios y de la Iglesia. Seguro del patrimonio intelectual recibido, Tomás no temió reconocer la diferencia de contenido y de metodología en “el otro” cultural de su momento histórico, llegando a concebir una nueva manera de hacer filosofía y teología. Las formas contingentes e históricas serían avaladas por él como elementos de transmisión del mensaje cristiano. Su ingenio le valdría, pues, un lugar preeminente en la llamada “revolución intelectual del siglo XIII” (https://www.tdx.cat/bitstream/handle/10803/366521/TPOH.pdf?sequence=1)

El 7 de marzo de 1274, santo Tomás de Aquino entregaba el alma en manos del Creador, a los 50 años de edad, mientras se dirigía al II Concilio de Lyon. Una vez que la noticia de su muerte llegara a París (centro universitario de renombre en el occidente cristiano junto a Oxford), los maestros de filosofía y, con ellos, la facultad misma envió una carta al superior general de la Orden de los dominicos y al Concilio reunido en Lyon. En aquella misiva se solicitaba que su cuerpo pudiera reposar en la Universidad de París “para que un doctor tan grande pueda tener honor perpetuo y con sus obras se mantenga eterna su fama entre nosotros” (Chartularium Universitatis Parisiensis, a cura di H. Denifle – A. Chatelain, I, 1889, pp. 504 s.).

De tal manera se ha conservado “su fama entre nosotros” que el Concilio Vaticano II, en el decreto Optatam totius (sobre la formación sacerdotal), enseña: «para explicar de la forma más completa posible los misterios de la salvación, aprendan los alumnos a profundizar en ellos y a descubrir su conexión, por medio de la especulación, bajo el magisterio de Santo Tomás» (n. 16). Al respecto, san Pablo VI, en la carta apostólica Lumen ecclesia, escrita con ocasión del 700 aniversario de la muerte del doctor dominico, dice: “Es la primera vez que un concilio ecuménico recomienda a un teólogo y éste es santo Tomás de Aquino” (n 24).

Así, pues, el personaje ante quien nos encontramos se pierde de vista, tanto en su calidad humana y cristiana como en su capacidad intelectual. De hecho, la Iglesia le canonizó el 29 de junio de 1323 y le ha reconocido como doctor Angélico (Pío V en la Mirabilis Deus,11 de abril de 1567), doctor Universal (Pío XI en la Studiorum ducem, 29 de junio de 1923) y doctor de la Humanidad (Juan Pablo II, discurso del 13 septiembre de 1980).

Tomás de Aquino fue hijo de los condes de Aquino. Nació entre 1224 y 1225 en Roccaseca (Italia). Siendo el quinto hijo de la familia, Tomás sería destinado a la carrera eclesiástica. Por ello, hacia los 5 años, le vemos como “oblato” en la abadía de Montecasino, donde recibió su primera formación escolar. Más tarde seguiría los estudios en la Universidad de Nápoles, fundada hacía poco tiempo por Federico II. Allí se produciría el primer encuentro entre Tomás y Aristóteles.

A los 19 años decidió ingresar en la joven Orden de los dominicos, frailes mendicantes que aunaban en su carisma tanto la labor apostólica como el estudio académico. En calidad de novicio, fue enviado con sus compañeros a París para continuar allí los estudios. Residenciado en el convento dominico de san Jacques (que dio nombre a la calle entre la Sorbona y el actual Colegio de Francia), Alberto Magno fue uno de sus profesores. Cuando éste fue enviado a Colonia para enseñar en tierras del Rin, Tomás se fue con él en calidad de asistente. Allí continuaría sus lecciones en el Studium fundado por la Orden y sería ordenado sacerdote.

Gracias a la proposición de Alberto Magno y a la buena influencia del cardenal Hugo de San Caro, Tomás fue designado, en 1252, como profesor de la cátedra que poseía la Orden de los dominicos en la Universidad de la Sorbona, aunque fuese 2 años más joven de lo previsto por los estatutos. Contaba con 27 años.

Desde 1252 y hasta 1254, Tomás introdujo a los estudiantes parisinos en la lectura de la Biblia y, entre 1254 y 1256, bajo la guía del maestro Elías de Bergerac op, comentó los Cuatro Libros de las Sentencias de Pedro Lombardo (ca. 1100-1160), obispo de París, cuando la mitra y la academia iban de la mano. El comentario a las Sentencias fue la primera obra mayor de Tomás de Aquino (https://archive.org/details/comentario-a-las-sentencias-de-pedro-lombardo-volumen-iii-1-santo-tomas-de-aquino_20210)

Las obras de santo Tomás son abundantes y los tópicos, ingentes. Escribe entre 1252 y el 6 de diciembre de 1272, cuando una experiencia mística y su mal estado de salud le obligan a tomar la decisión de abandonar la pluma (https://www.webdianoia.com/medieval/aquinate/aquino_obras.htm)

En opinión de algunos estudiosos, los escritos del Aquinate se podrían catalogar de la siguiente manera: comentarios a la Escritura (10), comentarios a las obras de Aristóteles (13), obras sistemáticas (5), opúsculos (49) y varias (himnos, oraciones, etc.).

 

 

En cuanto a las obras mayores, la siguiente organización podría iluminar:

  • Obras escritas o iniciadas durante su estancia en París (1252-1259): 4 obras. Entre ellas, se encuentra el tratado De veritate (tópicos debatidos sobre la Verdad) que san Francisco Javier sj llevaría consigo, entre otros libros, al iniciar su misión en Japón en 1549. En aquel momento, inicia también la redacción de la Suma contra Gentiles o Liber de Veritate Catholicae Fidei contra errores infidelium (1259-1264). San Raimundo de Peñafort pidió a Tomás un manual “culto” de apologética para uso de los predicadores en España que permanecían en contacto frecuente con judíos y musulmanes. Después de todo, la academia y la predicación deberían ir de la mano, ya que sirven al mismo fin: la evangelización.
  • Obras escritas o iniciadas durante su estancia en Italia (1259-1268): 5 obras. Entonces, el Aquinate comienza la redacción de la Suma Teológica que será “la obra” del fraile dominico y la coronación de su genio, en palabras de James A. Weisheipl op (1923-1984). La Suma bulle en originalidad gracias a su autor. Al mismo tiempo, representa lo más granado del saber teológico de la universidad de París en los años de mayor creación intelectual durante el medioevo (https://www.dominicos.org/media/uploads/recursos/libros/suma/1.pdf).
  • Obras escritas o iniciadas en París (1269-1272): 14 obras. Entre ellas, 6 comentarios a obras de Aristóteles e inicio de la redacción de la tercera parte de la Suma Teológica.
  • Obras escritas en Nápoles (1272-1274): entre ellas, 2 comentarios a obras de Aristóteles y algo más de la Suma Teológica (https://www.dominicos.org/estudio/recurso/suma-teologica/).

Siguiendo el uso académico de entonces (se extenderá hasta el siglo XVI), Tomás escribe la obra Del gobierno de los príncipes (https://tomasdeaquino.org/del-gobierno-de-los-principes-de-regimine-rincipum/). Allí estudiará el origen del poder (espiritual y temporal) y, en consecuencia, el abuso de él o la tiranía. El doctor Angélico indica que el tirano es quien desprecia el bien común y busca el bien privado. En esa situación, “se ha de proceder contra la maldad del tirano por autoridad pública”. Ahora bien, el título del capítulo VI de la obra dejaría abierta una excepción [1]. Aun así, el doctor Angélico afirma en dicho aparte que cuando la tiranía es en exceso intolerable, algunos piensan que es virtud de fortaleza matar al tirano”. No obstante, a juicio de Gonzalo Flores Castellanos, el doctor Angélico se mostraría temeroso en sus obras al tratar el tiranicidio (https://www.arbil.org/97tira.htm).

Para concluir, traigamos a colación un hecho curiosamente grato: con los misioneros europeos, Tomás de Aquino vino a América. Así lo explica Xavier Pello en el Bulletin de l’Institut Francais d’Etudes Andines [2].

El fraile franciscano Luis Jerónimo de Oré deja constancia de ello en su obra Symbolo Catholico Indiano (1598). La importancia de esta obra radica en haber incluido diferentes textos redactados en lenguas andinas autóctonas (quechua y aymara). En la obra del franciscano, 8 cánticos, de 900 estrofas con 4 versos cada una, tratan de exponer el misterio trinitario y los momentos claves de la vida de Jesús, así como una descripción histórico-geográfica de la región andina. El tercer libro del Symbolo es trilingüe: español, quechua y aymara. La oración Omnipotens sempiterne, atribuida a santo Tomás, allí se encuentra y se presenta solamente en lengua quechua. Fue colocada enseguida del Catecismo breve del santísimo sacramento de la comunión y debía recitarse antes de recibir el pan eucarístico.

Los estudiosos aseguran que esta oración no ha sido copiada por fray Luis Jerónimo de Oré ofm, ya que no se encuentra en ninguna de las traducciones litúrgicas redactadas por los doctrineros. Se trata, pues, de una versión personal. Más tarde, la traducción en lengua aymara de la mencionada oración será obra del jesuita italiano Ludovico Bertonio, en 1612, como parte de su Confesionario, siendo una redacción más fiel al texto latino. De esta manera, pues, sabemos que Tomás y sus oraciones (auténticas o apócrifas) servían a la evangelización en el Virreinato de Lima para el siglo XVI y subsiguientes.

♦Texto: P. Carlos Rodríguez Souquett. Profesor investigador del Instituto de Investigaciones Históricas UCAB/Imágenes: La Vanguardia (apertura), https://dominicos.orga y  https://www.op.org.ar (internas)

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[1] “Conclúyese que el gobierno de uno es mejor y muestra cómo se deben haber con los súbditos porque no se le debe dar ocasión de tiranizar y que, aún esto, se debe tolerar por evitar mayores males.

[2] Xavier Pello, Bulletin de l’Institut Francais d’Etudes Andines (n. 40-3, 2011, 495-509).


Juan de Mariana, S.J. A 400 años de su muerte | Por Carlos Rodríguez Souquett