La Urbina es una urbanización de Caracas en donde viví por tres años, desde que tenía 17 hasta los 20. En este tiempo conviví con mi abuela, quien es la dueña del apartamento. Tuve que mudarme de Maracay, porque pertenezco a ese porcentaje de la población venezolana que necesita migrar para poder gozar de una educación universitaria que se adapte a mis necesidades. Esta zona es muy distinta al lugar de donde provengo: el ritmo acelerado de sus habitantes, el anonimato y el tráfico son solo algunas de las características que las diferencian.

El apartamento era un lugar bastante amplio para tres personas, mi hermana, mi abuela y yo, pues el número de habitaciones superaba al de las habitantes. Como cualquier casa vieja, el mobiliario estaba desgastado ya por las generaciones que le dieron uso, las lámparas eran llamativas e inútiles: apenas brindaban una luz tenue y cálida, y los escaparates, y cualquier superficie plana, estaban atiborrados de adornos que, de un simple tropiezo, podían quebrarse, lo que me hizo desarrollar un amor por el diseño minimalista.

Apenas cruzaba el umbral de la puerta y daba mis primeros pasos al interior del lugar, sentía que el concepto de hogar que tenía grabado en mi memoria iba desapareciendo a medida que avanzaba. Independientemente de las comodidades que me brindara el espacio y la sonrisa gentil con la que me recibía mi abuela, algo no parecía encajar del todo en mi interior. Sabía que las cosas no se mantendrían por mucho tiempo en ese paraíso que aparentaba ser al entrar, porque mi abuela no suele ser personaje muy afable a pesar de llevar el nombre de Delicia Amable.

Su cotidianidad se basaba en una lucha constante con la edad. Se valía de su arsenal de tintes de cabello y sus cremas antiarrugas para intentar combatir la vejez desde el momento en que tocó su puerta y entró a usurpar el espacio de su juventud. El rigor no era un aspecto que desempañaba únicamente en su apariencia. Como dueña de su hogar, implantaba unas reglas de su autoría que se fundaban en su percepción de convivencia. Dependiendo de su humor al levantarse, iba improvisando, a lo largo del día, las demás que quisiera agregar. El ambiente era de incertidumbre cada vez que se despertaba o llegaba de vuelta a casa luego de una rutina de ejercicios con sus amigas, porque no se podía saber con exactitud cuál de sus versiones iba a desempeñar ese día, la mayoría de las veces eran múltiples versiones continuas con cambios abruptos entre sí. Era como si el entorno siguiese una perfecta coreografía en conjunto con su estado de ánimo.

La figura de mi abuela no era lo único destacable de este apartamento, las entradas de luz las auspiciaban dos ventanales que exponían distintas versiones de la misma zona: el del lado izquierdo, tenía una vista integrada por grandes árboles, pájaros que hacían nidos en sus troncos, momentáneas ventiscas que desechaban las hojas secas y otros edificios; del lado derecho, que era el más ajetreado, estaba la autopista Francisco Fajardo, un campo de softbol, el cabletrén bolivariano y un imponente cerro con miles de incrustaciones de viviendas rurales. Al caer la noche, el cerro se transformaba en un enorme bloque negro envuelto en un manto de pequeñas luces brillantes separadas milimétricamente unas de otras.

Entre estas dos versiones de la zona, la que me parecía más curiosa era la del ventanal derecho. Podía pasar largos ratos contemplando todo lo que ocurría en ese momento de ese lado de La Urbina, donde se dejaban ver las costuras. Desde el piso nueve, podía hacer un reporte del tráfico desde el final de la Gran Mariscal de Ayacucho hasta la salida de El Marqués, disfrutar de un juego de softbol desde su comienzo, corriendo con la suerte de asomarme en el instante indicado, observar el making-of del mercado municipal en el puente 5 de Julio… Todas estas actividades desde un simple lugar.

Al aburrirme del balcón, iba a mi habitación. En el camino tenía que cruzar la cocina, la sala, el cuarto de mi abuela, y aquí era donde me detenía un instante por el enigma que representaba este lugar. Era un espacio prácticamente prohibido, por muy sigilosa que fuese la visita ella siempre detectaban los pasos ajenos, aunque en algunos momentos lograba entrar y prender la televisión sin dejar rastro, porque era el único lugar donde había una. Seguía caminando y continuaba un pasillo extenso que comunicaba las cuatro habitaciones y al fondo estaba el mío. En ese espacio pasaba la mayor parte de mi tiempo.

Mi cuarto era muy amplio. Antes de establecerme, el espacio le pertenecía a mi abuelo que ya había fallecido, así que de vez en cuando curioseaba entre las pocas cosas que quedaban allí de él para ir agregando singularidades al personaje que respeté y quise, pero que el tiempo no me permitió descifrar del todo. Es cierto que mis abuelos tenían dormitorios independientes, lo cual puede resultar como un pacto ambiguo y poco tradicional, pero arrojaba resultados positivos para ambos, porque reducía los encuentros que generalmente terminaban en discusiones.

Las noches en La Urbina siempre fueron inesperadas. Los sábados y domingos eran decretados días de fiesta por las personas del barrio, pues, hasta la madrugada compartían su música (salsa, vallenato, champeta…) con todos los habitantes de las urbanizaciones aledañas. A veces, podía presentarse una celebración inesperada para algún día de la semana, ¿por qué no? Pero siempre con la gentileza de que sus cercanos estuviesen enterados de sus gustos musicales. La melodía podía traspasar las ventanas y superar el sonido de los carros y motos a alta velocidad pasando por la autopista, sin perder nitidez.

El descanso nocturno generalmente era interrumpido por algún factor externo: accidentes de tránsito, competencias de motos de alto cilindraje a las 3:00 de la mañana, sonidos de impactos de balas… Al principio era insoportable, pero luego de varias semanas era posible acostumbrarse y hasta desarrollar una habilidad para distinguir entre un tubo de escape averiado y un disparo. Mi adaptación nunca estuvo completa, porque era intolerante a los escenarios de inseguridad que transformaban los rostros y memorias de personajes cotidianos de pasillo o ascensor en cifras que aumentan en una tasa de homicidios, o disminuyen en un censo, dependiendo de cómo se le quiera interpretar.

Cuando amanecía, ya las pequeñas luces del bloque negro volvían a ser casas construidas de manera inexplicable en toda la montaña, cesaba la música de los vecinos del barrio y los sonidos de las detonaciones. Todo parecía volver a su justo lugar en ese momento, lo cual no me podía apresurar a definir como normalidad, pero al menos se reducía la expectativa de los sucesos, o esa era mi percepción. Lo único que restaba sobrellevar en ese momento de la mañana era tomar el desayuno con el coctel de personalidades de mi abuela, y apreciar el escape que brindaba el hemisferio utópico del ventanal del lado izquierdo.

♦Luisana Balbi