«Llevo tu luz y tu aroma en mi piel, y el cuatro en el corazón». Suponía yo que era verdad, porque aunque no conocían el nombre de las cuerdas, qué pasión había en el charrasqueo del cuatro y en las canciones inventadas a la marcha.

A pesar de tener su propio idioma, los niños pemones de Paraitepuy de Roraima -una localidad al sur del estado Bolívar ubicada a más de 500 kilómetros de Puerto Ordaz- hablaban también español. Sin embargo, la timidez suponía un obstáculo para conversar conmigo y mis compañeros, a menos que se tratara de la música y los juegos; en esos lenguajes les iba muy bien, aunque no eran los únicos: en la risa y la complicidad no se quedaban atrás.

Caminan por el sendero con sus bolsos tricolor (o con los cuadernos en la mano y el lápiz en el bolsillo), cual soldados pequeñitos, «con la piel tostada como una flor». Todos en la misma dirección, pues solo hay una escuela en la comunidad entera: consta de tres salones y tres profesores. «¡Mepakay!» saludaba yo. Mis nuevas amigas de 11 años me habían enseñado algunas palabras el día anterior, así que sentía mucha gracia al dar los buenos días en Taurepan. Las recuerdo susurrándose para decidir cuáles me iban a enseñar.

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Luego de cantar el Himno Nacional y escuchar los anuncios, buscan sus salones. Los más pequeños entran a preescolar, otro grupo al salón de primero, segundo y tercer grado, otro al de cuarto, quinto y sexto. Todo el paisaje de La Gran Sabana adorna sus días y en el valle de la escuela me senté a mirarlo en soledad.

Eso no duró mucho, una niña intentaba descifrar lo que escribía en mi libreta. Era Evelyn, una de mis pequeñas profesoras, aquella que dijo que “unük” significaba amor. Observó otro rato, pero se fue sin mucho éxito. Al cabo de dos minutos, corrieron con su misma suerte todos los chiquitos que me rodeaban, curiosos y secreteando.

Evelyn regresó con una hoja de cuaderno arrancada que supuse, en voz alta, era su tarea, pero ella dijo “No es nada” y riendo corrió a la escuela. «Wakuperö» fue lo único que entendí. «Hola», quería decir. De mucho no servía, el resto del texto -escrito mitad a lápiz mitad a lapicero- era un misterio aún. Más tarde, su profesor se tomó unos minutos para leerlo. Confesó que el español le costaba, pero continuó con su traducción: “Hola. Mi nombre es Evelyn Marielis, estudio en sexto grado. Estoy feliz de que estés aquí. Espero que te agrade nuestro hogar y si llego a ir algún día a estudiar a Caracas, encontrarnos y me ayudes”.

Para la mayoría, terminar la primaria significa comenzar a trabajar en el área de turismo, en Roraima, como cargador, cocinero o guía. Para otros es el comienzo de su trabajo en los conucos. Pocos continúan estudiando, no hay muchas posibilidades. La primera opción es ir a San Francisco de Yuruaní (a dos horas de distancia en carro). La segunda es Puerto Ordaz. La tercera, para los más arriesgados, Caracas.

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Un cambur pintón destartalado y desafinado sonaba en un cuatro, cerca de la casita donde los niños se reúnen más tarde a cantar. «Sin querer se hizo canción» se escuchaba cuando cantábamos juntos Venezuela. La canción que nos dedicaron decía “Por esos amigos que no olvidaré, mil emociones que no se han borrado».

Sin querer pasamos las tardes enseñándonos canciones y aplausos. Todavía no eran de lo más conversadores, pero el Roraima se regocija con el sabor de sus risas, con los colores de sus sueños y la vida en sus miradas.  Los miro y solo pienso que no necesitamos nada más que humanidad para hacernos uno.

♦Texto: Doryelis Pérez. Estudiante del 4to. semestre de Comunicación Social y participante de PAZando 2020/Foto: Dirección de Identidad y Misión UCAB


PAZando es un programa de inserción social estudiantil, promovido por la Dirección de Identidad y Misión de la UCAB, a través del cual los participantes viajan a distintas comunidades rurales del país, con el fin de conocer la realidad que viven sus habitantes, intercambiar experiencias y ofrecer apoyo y atención desde su área de competencia, todo como parte de la misión de la universidad de formar profesionales solidarios y comprometidos con los sectores vulnerables.

Esta crónica forma parte de una serie que busca dejar testimonio de cómo la experiencia de PAZando cambia la vida de los estudiantes que se involucran en este proyecto.

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