La estudiante de Psicología, María Antonieta Sosa, relata parte de su estadía en la escuela granja de Fe y Alegría, ubicada en el estado Barinas, donde no solo brindan a los jóvenes educación académica, sino también oportunidades para aprender oficios y experimentar confianza y afecto en un espacio seguro

Luego de una semana extraordinaria, en la que el cansancio no tenía lugar y el trabajo nunca acabó, lo único que queda es la satisfacción de haber logrado lo propuesto: conectar con personas increíbles, aprender estilos de vida que desconocía y un guayabo que ni se imaginan.

Durante las 6 horas de recorrido, las montañas se quedaron atrás y nos encontramos con el llano. Al bajar del autobús se empieza a sentir el calor, no solo ese que ocasiona el solazo de las tres de la tarde, sino también el calor humano de quienes se encontraban esa tarde de sábado en el colegio y casa hogar de Fe y Alegría llamado San Ignacio de Masparro, ubicado en la parroquia Dolores del municipio Rojas, en la zona Picure, a 2 horas de la ciudad de Barinas, conocido por los lugareños como «La Granja».

El colegio está liderado por una hermana misionera de Jesús, marabina de un corazón gigante y con el carácter necesario para merecer el respeto y la admiración de todos a su cargo. Conocida como la “Hermana Moraima», junto a la profesora Yoleida (directora académica del colegio) ha hecho del San Ignacio de Masparro un lugar seguro para todos los muchachos y trabajadores pertenecientes a él.

Esta institución, que arribó ya a sus 39 años, fue fundada en 1984 por el padre jesuita José María Vélaz, inscrita como escuela en el Ministerio de Educación en 1985. Cuando el padre Vélaz muere, los jesuitas continuaron la obra del colegio por considerarla riesgosa, ya que se trataba de una finca de 480 hectáreas muy alejada de la ciudad, vecina del río Masparro, el cual arrastra raíces, arena y tierra. Según la hermana Moraima, se trata de «un río al cual no se puede confiar por sus corrientes agresivas» y un lugar que hasta hace 30 años albergaba a indígenas yekuanas. ¿Cómo pensó el padre José María Vélaz construir una escuela en ese lugar? 

Sin embargo, el presbítero José Antonio Sierra, S.J., con sus redes de contactos a nivel nacional y en Europa, se encargó de impulsar el colegio junto a tres hermanas misioneras de Jesús. Como cuenta la hermana Moraima, «el padre Vélaz soñó y Sierra construyó». Caracterizado por ser tan visionario, el padre José Antonio aprovechó los primeros años del colegio para sembrar caoba, cedro, polvillo negro, teca, samán… En miras del futuro económico que dejó su legado, hoy en día la comercialización de la teca ha sido de ayuda para el mantenimiento del colegio San Ignacio de Masparro. De hecho, una gran ventaja que posee «la Granja» es su autosuficiencia, pues lo que producen es consumido por ellos mismos o vendido para comprar insumos o pagar deudas. No sólo es así con la teca; también crían cerdos de raza congo para la venta de su manteca y lombrices californianas para hacer su propio abono de cultivos.

Los primeros días me sorprendieron muchos aspectos del colegio, desde su extensa estructura y su organización, hasta su mantenimiento. Pero lo que más me ha impactado es el cariño de la gente encargada y la dedicación que imprimen al porvenir de la institución. Desde una siembra de teca que lleva más de 25 años en sus hectáreas y que constantemente han cuidado, mantenido, abonado y podado, hasta el trabajo que conlleva sostener una finca tan grande. Para lograr esto, la organización de los muchachos con todas las actividades que hay que hacer es increíble.

Este colegio y casa hogar, antes de la pandemia recibía a 350 muchachos. Desde entonces la matrícula ha bajado, pero hoy en día viven 105 chicos y chicas todas las semanas de lunes a viernes (sumando grupos que se rotan los fines de semana para seguir con las tareas). En él se forman como bachilleres y técnicos agropecuarios, pues brindan cursos desde 6to grado de primaria a 6to año de bachillerato. Estos muchachos en su colegio al cual se refieren como «primer hogar» (pues pasan más tiempo ahí que en sus casas), poseen una rutina diaria muy movida. Las actividades comienzan antes que salga el sol para ordeñar las vacas, o cocinar el desayuno; luego comen, se bañan y van a clases.

A mitad de mañana también poseen otras «tareas de campo», como alimentar a los animales, limpiar establos y las jaulas de los cochinos, recoger los huevos, hacer mantenimiento en las siembras… Luego de eso, se bañan para seguir con sus clases. Al mediodía almuerzan y poseen un recreo de una hora para luego volver a los salones hasta la noche donde cenan, tienen otro recreo, se vuelven a bañar y a dormir para repetirlo todo al día siguiente. Sí, leyeron bien, se bañan aproximadamente 3 veces al día (admito que me sorprendió, es una ventaja de vivir al lado de un río y poseer agua suficiente). Y es que con la cantidad de trabajo que realizan y el calor que reina en ese lugar, son completamente necesarias esas duchas.

Como muchos de los chicos nos mencionaron, ese colegio es su primer hogar, no solo porque pasan la mayoría del tiempo ahí, sino porque como una de ellas dijo: “a nosotros nos gusta llamarnos familia”. Las relaciones interpersonales que se crean en el San Ignacio de Masparro son lo más valioso que este colegio les brinda. Además de las oportunidades con la educación académica, se les enseña un oficio y en lo personal, se les permite experimentar emociones con confianza y recibir afecto en un espacio seguro al cual, en muchos casos, no tienen acceso en sus propias casas.

Es de admirar la disposición de la hermana Moraima y la profesora Yoleida para procurar el bienestar tanto físico como emocional de cada uno de estos jóvenes, y su sueño de crecer, formarse y convertirse en lo que desean ser. Agradecemos con el corazón el trabajo de estas dos mujeres, junto al equipo de profesores, el personal de cocina y de limpieza,. Son la luz que a este mundo le falta. Gracias por recibirnos y confiar en un grupo de estudiantes de la UCAB que, en su ignorancia de la vida de campo, se sorprendieron al ver una vaca asomada por las ventanas del salón de clase.

Deseo seguir encontrando lugares tan mágicos como el San Ignacio de Masparro, que me dejen perpleja y con ganas de amar más de lo que me creo capaz.

♦Texto: María Antonieta Sosa Hernández. Estudiante de 7mo semestre de Psicología y participante del programa PAZando 2023/Fotos: Cortesía Dirección de Identidad y Misión UCAB


PAZando es un programa universitario que se enfoca en la inserción social, el cual es organizado y promovido por la Dirección de Identidad y Misión de la UCAB. Los estudiantes de la universidad viajan a diferentes comunidades rurales en Venezuela para conocer la realidad que enfrentan sus habitantes, compartir sus experiencias y brindar apoyo y atención en sus campos de estudio y competencia. Esta iniciativa forma parte de la formación de profesionales integrales, empáticos, solidarios y comprometidos con los sectores más vulnerables.

El texto de María Antonieta es el resultado del tercer taller «RePAZando el cuento», iniciativa formativa diseñada para los participantes del programa antes de que se adentren en las respectivas comunidades. El objetivo del taller es preparar a los estudiantes para que puedan dejar por escrito un testimonio de su experiencia en el viaje.

Si desea obtener más información sobre PAZando, así como otros programas e iniciativas de la Dirección de Identidad y Misión UCAB, están disponibles sus cuentas de Facebook e Instagram: @ucabmagis.

#CrónicasPAZando2023 | Aplomo limpio