Estamos en un momento confuso. De todos lados nos llega información acerca de la situación que estamos atravesando. Mientras algunos expertos dicen que el virus no es tan peligroso, otros siembran el pánico, y lo peor es que otros pretenden continuar la vida como si nada pasara.
No soy médico, ni alguien con conocimientos básicos en esta materia. No sé si el virus es peligroso, pero escucho que los que más mueren son ancianos. Ni siquiera sé si mi vida roza el límite de los que están en mayor riesgo.
Más allá de lo que se dice del virus, de su tamaño, de su poder letal, de cuánto tiempo vive sobre una superficie y de los daños que cause, debo confesar que lo que el virus está haciendo en los países europeos me parece aplastante. Ver cómo decenas de camiones llevan a incinerar centenares de cadáveres me conmueve y me hace pensar. Frente a las imágenes, no dejo de repetirme que toda vida tiene valor, incluso si quien se enferma y muere es un paciente de más de noventa años.
Confieso que lloro cuando veo imágenes desgarradoras de hijos que no pueden despedirse de sus padres; lloro cuando mi madre me llama preocupada porque si alguno de sus hijos muere en este momento, ningún miembro de la familia podrá asistirlo; lloro al ver la estampa de esos camiones cargando cadáveres como se cargan mercancías que deben poner aparte por el peligro que suponen.
La realidad me aplasta, nos aplasta, y debemos ser responsables ante lo que contemplamos. No se trata de vivir en paranoia, pero sí de, solidariamente, hacer lo que está en nuestras manos. Ver a médicos que se quiebran ante la muerte de sus pacientes porque ya no soportan ver tanto muerto en tan poco tiempo, nos tiene que llevar a reflexionar.
¡La vida tiene valor! Me pregunto, sin embargo, qué vale la vida. Para algunos lo que vale es la productividad futura, la mayor productividad futura: sucede cuando sólo dispones de un ventilador para auxiliar a un enfermo de neumonía y tienes en espera a dos pacientes: uno con 80 años y otro con 40. La lógica de la productividad (esa que defiende, por ejemplo, el utilitarismo cuando propala la mayor utilidad para el mayor número) sostiene que hay que elegir al de 40 años, pero los médicos que lo han tenido que hacer (estoy suponiendo que lo han hecho) puede que ya no estén tan seguros de si lo que hicieron, lo hicieron bien.
¿Acaso vale más un joven que un anciano, un profesional que un obrero, un empresario que un empleado, un trabajador que un delincuente? ¿Qué vale la vida? La pregunta es aplastante, pues nos hallamos sin respuestas, nos hallamos sin valor seguro, pues caemos en cuenta de que no valemos nosotros, sino lo que hacemos.
Aunque la sensación de sentirnos aplastados ante el cuestionamiento resulta incómoda, debo confesar que está bien sentirse así. Las preguntas importantes no tienen respuestas inmediatas o fáciles. Eso me recuerda aquella decisión de Caifás cuando decidieron dar muerte a Jesús. Aprovecho este tiempo de cuaresma en el que un virus, del que la mayoría ni sabíamos que existía, nos ha obligado a la cuarentena, para compartir con ustedes una pequeña reflexión precisamente sobre este pasaje de Jn 11, 45-54.
El contexto del pasaje es de muerte y de vida, de tristeza y de alegría, y de sorpresa ante lo insospechado. Lázaro, amigo de Jesús, había muerto. A pesar de que Jesús se enteró días antes de que su amigo estaba enfermo, no acudió inmediatamente a visitarlo o a despedirlo, sino que permaneció dos días más en el lugar donde se hallaba.
Cuando Jesús llegó a Betania, Marta y María lloraban la partida de su hermano, mucha gente sentía la tristeza de las hermanas y las consolaba. La situación era tan conmovedora que el propio Jesús lloró. En este contexto acontece lo extraño y lo imposible: A la orden de Jesús, Lázaro sale de la tumba y deja de estar confinado a la muerte.
Un relato de muerte termina, de repente, en anuncio y milagro de vida. Sin embargo, el texto de la vida que vence a la muerte va seguido por otro texto que se empeña en la muerte por encima de la vida. Ante el resonar de lo que Jesús había hecho, “Caifás, que era el Sumo Sacerdote aquel año, dijo: Ustedes no saben que conviene que muera uno solo por el pueblo, y así no perezca toda la nación” (Jn 11,49). La sentencia es lapidaria, y lo peor es que seguramente la aceptamos, pues nos parece normal lo que dice y no anda lejos de la lógica arriba mencionada. La muerte de uno queda justificada por la vida de otros.
Por más “razonable” que nos parezca, debemos saber que en el juicio de Caifás la vida no es el criterio último de su acción. Para el sumo sacerdote, más importante que la vida era el templo, el sacerdocio, la religión, la ley, el poder… Si uno muere y todo eso queda, ¿no queda esa vida bien pagada? Seguramente mucho diríamos que sí.
Más allá de nuestra respuesta y de la inquietud que esa respuesta genera en nosotros, no debemos olvidar que somos una universidad católica. Lo de “católica” está más allá de doctrinas medievales que no despiertan ningún interés en la sociedad actual. Es “católica” porque apuesta por la vida, reflexiona acerca de ella, se interesa por ella y quiere aportar algo a su construcción.
Apostar por la vida cuando un gentío no da un centavo por ella, es nota que nos debe distinguir. Es por ello que la cuestión acerca de lo que vale la vida, debe ser respondida en cada lección de clase impartida por un profesor de la UCAB, en el trabajo realizado por cada responsable administrativo de nuestra institución, en el esfuerzo de cada obrero por asegurar las condiciones óptimas para la investigación y el estudio.
¿Qué vale la vida? Vale cada esfuerzo, reflexión, decisión, aporte científico que podamos dar. ¡La vida vale! Ningún motivo justifica ninguna muerte. Si muchos están muriendo a causa de la enfermedad por no tener suficientes equipos, es quizá porque no nos hemos preocupado suficientemente en cuidar la vida. Demostrar que la vida sí vale es, hoy por hoy, el mejor modo de predicar el Evangelio (buena noticia) a quien está cansado de escuchar malas noticias.
♦Texto: P. Manuel Antonio Teixeira. Director (e) del Instituto de Teología para Religiosos (ITER)/Foto: Aleteia