Es de mañana, son las 5 am y es hora de levantarse. Entre el rayo de sol y los residuos de neblina de la noche anterior, Jesús Morrero, uno de los 400 estudiantes de la Unidad Educativa Técnica San Javier del Valle, complejo de la red Fe y Alegría fundado en 1977, camina como de costumbre los senderos donde la grama húmeda y el olor de la “gallinaza” y pasto de montaña son parte del día a día.

Después de recorrer un largo trecho, se escucha aquel concierto en jaulas, donde encuentras varios tesoros puestos para ser recogidos, además de varios saltarines, ovejos y vacas que complementan el lugar.

Como de costumbre, Jesús llega a las vaqueras y ordeñando leche fresca pasa las primeras horas del día; a veces canta cualquier llanera mientras lo hace, porque le encanta el trabajo de campo. Me cuenta que desde pequeño su abuelo le enseñó todo lo que sabe y hace lo mismo en los terrenos de su familia, en Barinas. También me asegura que le gustaría trabajar en el campo toda su vida.

Pronto, como un compás en el día, suena el timbre, son las 6:30 am y es hora del desayuno. Antes de entrar a los comedores, todos los estudiantes se forman en el patio central realizando la oración para dar inicio a la jornada. Las caras de Luis, Jesús y Cristian son las que reconozco por ahora, rostros en los cuales se muestra cierto brillo al hablar sobre su vida en el internado y sobre su futuro.

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En las tardes toca la cena y volvemos a reunirnos en el comedor, donde existe un equilibrio maravilloso, igual al de una perfecta sinfonía, junto a las luces del salón que otorgan brillo a los ojos de las personas, mientras platican lo sucedido en su día y comen una arepa de calabacín con ensalada.

A lo lejos, de repente, escucho mi nombre: es Juan, otro estudiante, que me invita a sentarme con ellos. Juan es un joven de 17 años que vive en Barinas y que, con cierta timidez en sus palabras, me había comentado durante el día lo que quería ser, mencionando que deseaba aplicar para volverse cura en el futuro.

Luego, durante las noches, cuando el viento sopla entre los valles y la neblina cubre el patio, todos disfrutan, ríen y hacen juegos, demostrando cómo sobrellevar la rutina de las clases y las actividades del campo. Lo mejor de todo es cómo la inclusión, la humildad, la sinceridad y la amistad son la combinación perfecta para crear la alegría en medio de este paisaje.

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Durante casi todas las tardes, desde nuestra llegada, se escuchaban en los pasillos sonoras tonadas de guitarra junto a las voces de los niños que, sin vacilar, cantaban lo primero que se les venía a la cabeza. Comenzábamos siendo 6 y luego éramos más de 20 reunidos, compartiendo los talentos increíbles que surgían cada tres minutos. Nadie tenía vergüenza de cantar, de bailar o de tocar un instrumento, es la manera que conocen como distracción. Mientras estaba entre ellos escuchando y detallando cada situación, apreciando el ambiente, pensaba: “la vida es hermosa en verdad, la manera en la que estos jóvenes disfrutan de ella es divina y sincera, cada uno es único. Dios bendiga cada paso que den”.

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En los primeros días se me ocurrió hacer un concurso de talentos, que se dio en la penúltima jornada de estadía. Todos estaban motivados a presentarse. Eran las 7:00 pm y en las escaleras del dormitorio de niños, los dispuestos cantaron, bailaron, hicieron comedia y tocaron la guitarra hermosamente. Recuerdo que mis ojos se llenaban de lágrimas al oír las presentaciones. Sentada en un extremo de la escalera escuché la última canción, interpretada por un estudiante de sexto año al cual le tomé mucho cariño; solo lo abracé y le dije lo bien que lo había hecho.

La paradoja que encuentro en todo es que en medio del frío, que podría ser el protagonista, hay más de 400 corazones que llenan de dulces melodías sus sueños y les dan calor, para que nunca se congele la historia que construyen día a día, como pasó con la de los 27 estudiantes del Colegio San José (institución que funcionó también en San Javier del Valle) y quienes, hace casi 70 años, perdieron para siempre sus sueños, sus risas y sus corazones en un accidente aéreo ocurrido en el páramo Los Torres del estado Trujillo, el 15 de diciembre de 1950. Hoy, sin saberlo, los jóvenes del Internado San Javier hacen justicia ante esa tragedia; su imaginación y sus ganas de triunfar son tan fuertes que hacen pensar en el pecado de que la vida tiene fin.

Y es que en esta institución, adolescentes de distintos pueblos y aldeas del estado Mérida  reciben formación en artes (madera, textil) agropecuaria, torno/ajuste y herrería. La escuela representa para muchos una de las pocas posibilidades de salir adelante y conocer un entorno desde donde pueden impulsar su vida desde la perspectiva profesional.

Por eso, la vida en el Internado se define como una gran orquesta, donde las armonías del futuro se van perfeccionando, con ayuda de sus mentores y del director celestial de la melodía que habita en sus oraciones.

♦Texto: María Victoria Pino. Estudiante de Psicología y participante de PAZando 2020/Fotos: Luis Calatayud. Dirección de Identidad y Misión UCAB


*PAZando es un programa de inserción social estudiantil, promovido por la Dirección de Identidad y Misión de la UCAB, a través del cual, cada año, los participantes viajan a distintas comunidades rurales del país, con el fin de conocer la realidad que viven sus habitantes, intercambiar experiencias y ofrecer apoyo y atención desde su área de competencia, todo como parte de la misión de la universidad de formar profesionales solidarios y comprometidos con los sectores vulnerables.
Esta crónica forma parte de una serie que busca dejar testimonio de cómo la experiencia de PAZando cambia la vida de los estudiantes que en se involucran en este proyecto.
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