Para algunas empresas vender  productos anónimos y atraer clientes “como sea” es más importante que mantener el significado y la reputación de una marca.

La existencia de un falso local de Walmart en Puerto Cabello es un asunto que tal vez no debería sorprendernos, dado que en la escurridiza vida latinoamericana lo usual es tropezarnos con tiendas de este tipo, que no tienen una marca claramente identificada, genuina, que fingen ser lo que no son, que dicen ser otra cosa, pero a pesar de ello se convierten en prósperos negocios.

En este tipo de comercios se venden productos de toda especie, desde ropa deportiva y cosméticos hasta artículos de limpieza e higiene cuyas marcas por lo general han sido adulteradas, o simplemente son anónimas, no existen. Sin embargo, son exitosos negocios para los miles de entusiastas consumidores necesitados de artículos que más o menos satisfacen sus requerimientos a bajos precios.

Que sean exitosos no oculta un problema de fondo inherente a estas actividades: el frágil apego que ha existido en la región respecto a las normas que regulan el uso de las marcas, su identidad gráfica y otros elementos propios de estas lides.

En Estados Unidos, la piratería y toda desviación parecida es un delito que se paga muy caro, pero en el paisaje latinoamericano, desde la lejana Patagonia hasta el desafiante norte de México, es parte de una geografía cotidiana donde difícilmente encontraremos un ser humano que no haya saboreado esta suerte de economía paralela, que a veces es más real que los propios mercados bursátiles especulativos o el inasible mundo de las criptomonedas de utilería.

 

Un síntoma revelador de este problema es que el propio gobierno venezolano está enfrentando una demanda por parte de Kellogg’s, por hacer uso indebido de la rúbrica de esta empresa estadounidense creada en 1906, especializada en el sector de alimentos y reconocida en todo el globo terráqueo. No obstante hay otros casos nada ocultos que también podrían suscitar interrogantes. Nos referimos a la lluvia de productos made in China que han caído por doquier, cual diluvio, en las populosas calles de Caracas y otras ciudades del continente.

El bodegón del felino

La marca deportiva que hace alusión al “león americano” típico de las zonas montañosas de Estados Unidos y Canadá, por ejemplo, dispone de un espacioso local comercial en Baruta, donde ofrece artículos que los mortales jamás habríamos imaginado: alimentos, pañales y plantas eléctricas.

Nadie imagina ir a una tienda “deportiva” a adquirir harina Puma, o arroz Puma, pero unas vallas sembradas en las empinadas calles de Baruta anuncian esta posibilidad, en un clásico ejercicio tropical que despierta la imaginación.

Así opera la estrategia de marketing felino, así se distancia de aquella marca alemana fundada en 1948, que alguna vez llevó Diego Armando Maradona en sus pies mientras transportaba el balón y eludía con una asombrosa agilidad a sus adversarios, quienes caían desconcertados e impotentes sobre el gramado.

Una marca no solo es una atractiva representación gráfica de una empresa, un signo que intenta generar un impacto emocional en el público; se supone que ella transmite los valores de la empresa. Sin embargo, en un país sumergido en una profunda crisis económica e institucional, donde existe poco apego a la ley y lo importante es sobrevivir casi a cualquier precio, para algunos negocios la marca tiene una importancia muy secundaria.

♦Texto:Humberto Jaimes Quero. Investigador del Centro de Investigación de la Comunicación (CIC-UCAB)


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