En El Nula puedes ver de un lado de la calle música fuerte, niños jugando y gente conversando de forma amena, mientras del otro lado de la acera se distingue la construcción más grande a simple vista, luces muy tenues y gente durmiendo en las banquetas.

El día de mi llegada, me encontraba frente a la parroquia San Camilo, la única en este pueblo y la única aparente figura de autoridad para todos los habitantes de la localidad. Esto fue lo primero que me impactó, porque no es lo que esperas cuando te hablan de la “capital guerrillera del estado Apure” ni es lo que pudieses pensar cuando te cuentan la historia de una comunidad azotada por fuerzas paramilitares. ¿De verdad a alguien se le pasa por la cabeza ir a la iglesia en medio de todo este rollo?

“Pasa y siéntate…” era la frase de una canción que sonaba a la distancia y con la cual El Nula me abría sus puertas.

Domingo 8 de marzo. El zumbido de los mosquitos era mi despertador junto a los halos de luz que se colaban por una cortina rota, sumados a las campanadas de la iglesia, que llamaban a todos los feligreses a congregarse. La piel pegajosa y el calor excesivo solo significaban que se había ido la luz y que se paralizarían todas las actividades en el pueblo, incluyendo las religiosas. Aun en los pueblos más distantes, no hay mucho que hacer cuando no hay energía eléctrica.

“¿Qué tan buena tiene que ser la misa para que la gente asista masivamente?” le pregunté al sacerdote un día antes. “Mañana esperamos entre 1.500 y 2.000 personas en la eucaristía”, me comentó Gustavo Albarrán, párroco jesuita de El Nula. Esa cifra rondaba en mi cabeza mientras pensaba qué podríamos hacer en esta localidad debido a las fallas eléctricas, porque era simplemente difícil de imaginar que en un pueblo fronterizo de 24.000 habitantes, donde nadie habla entre sí y a las 8 de la noche ya no queda nadie en la calle, la gente aún tuviese el tiempo y la disposición de ir a celebrar una misa.

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“Aquí no se detiene nada, por nadie”, me dijo el padre Gustavo mientras desayunábamos. Las palabras pegan como una cachetada cuando vienes de Caracas, una ciudad que ante la primera señal de alarma, como un apagón o simplemente una lluvia torrencial, cancela todos sus planes.

Sin saber lo que me iba a encontrar al momento de entrar en la iglesia, la realidad confirmó lo que el sacerdote me había asegurado: un gran bullicio y los bancos dispuestos para la feligresía llenos a más no poder. Había dos lámparas incandescentes que iluminaban todo el templo y dos ventiladores cuyo ruido era mayor al aire que hacían circular.

Al ser una comunidad tan alejada y al estar ubicada en una zona tan conflictiva, la llegada de nueve personas de la metrópoli dispuestas a prestar asistencia médica, psicológica, social y académica es evidentemente una noticia. Muchas preguntas, mucha emoción, mucha necesidad, así que todos desde nuestras áreas de conocimiento decidimos prestar un servicio y yo, al ser músico, estaba decidido: ¿Qué mejor lugar para dar mi aporte que una parroquia?

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“En el nombre del padre…” empezó Gustavo y todo el templo respondió al unísono, como si de un coro gregoriano se tratase. Transcurría la misa y llegaba mucha más gente, la iglesia no se daba abasto para tantas personas, pero esto no fue lo que llamó mi atención, sino el hecho de que fuera llamado un numeroso grupo de niños en catequesis a recibir su primera comunión. Según el párroco, se trataba de más de 120, lo que para un pueblo tan pequeño es muchísimo y, por supuesto, resulta el anhelo de muchas parroquias en cualquier lugar del país.

Después de la homilía, Gustavo pidió levantarse a todas las mujeres asistentes; tras unas palabras de agradecimiento, me llamó a acercarme al altar con una voz de mando bastante exigente, cosa que es de esperarse porque para ser el párroco de una comunidad en frontera hay que tener la cabeza en su sitio para hacer las cosas. Pusieron una silla y dos cofrades sostenían dos micrófonos como si fuesen mis parales. “Pablo Milanés chiquito, ¡empieza!”, exclamó el sacerdote esperando que iniciase mi interpretación. Cuando los nervios se calmaron, al cabo de 20 segundos, empezaron a sonar los primeros compases de la canción “Yolanda”, que previamente Albarrán me había pedido tocar en la misa para celebrar la ocasión del Día Internacional de la Mujer.

La melodía hizo mella tanto en los feligreses como en mí y creo que nos conmovió, no por sus frases bonitas sino porque a través de esa “declaración de amor” hacia las mujeres, la iglesia quería mostrarse cálida, afable, cercana. Al menos así me sentí yo y las lágrimas y aplausos de los presentes me llevaron a pensar que ellos también.

¿Acaso hay problemas si vas a misa?, ¿esto es fe o miedo? Demasiado cruzaba por mi mente en ese momento, pero apenas era el primer día de la experiencia. Lo mejor era tener la cabeza fría y el corazón ardiendo para poder vivir la experiencia.

A lo largo de la semana pude conocer mejor este sitio a través de sus amaneceres, sus ocasos, en la historia de la madre que trabaja al día para garantizarle la educación a su hijo sin importar lo que pase o en el padre cuyo único propósito en la vida es ver florecer el terreno que tanto le tocó trabajar. Esto me ayudaría a darle respuesta a mis dudas, como si fuese una gran fotografía. Porque en cada uno de esos rostros hay testimonios de, dolor, angustia, intranquilidad, pero para todos la iglesia era el bálsamo de todas sus penas; para toda esta gente la iglesia significaba un remanso de paz en un entorno de violencia.

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Entre tantas personas que hacen vida en la comunidad de El Nula, recuerdo a Kleybert Hernández, estudiante de psicología de la UNELLEZ, la única universidad en 50 kilómetros a la redonda, pero también monaguillo en la parroquia San Camilo. Quizás por esta razón nos hicimos tan cercanos, de tanto darnos la paz y compartir el pan y el vino. En una de nuestras conversaciones, Kleybert me dice que, en sus 20 años de vida, ha pasado por muchas situaciones que lo han hecho titubear en la fe, tanto que incluso se cambió de iglesia, aunque siempre hay algo que lo llama a volver: quizá la vocación de servicio o lo que él define como el camino del bien, y por consiguiente, el que hay que seguir.

“Esto de mucha gente aquí es nuevo”, comenta Kleybert. El padre Gustavo apenas lleva cinco meses en la parroquia y los cambios son notorios, se evidencian en la cantidad de asistentes, la cantidad de locales inmersos en actividades parroquiales, las contribuciones a la iglesia más allá de lo económico e incluso en el hecho de que tantos niños elijan hacer su primera comunión. El párroco ve la necesidad de involucrar a la mayor cantidad de habitantes en las actividades para apartarlos de lo que ellos mismos denominan como “los malos pasos”. Él se vale de charlas, actividades con jóvenes y homilías cortas para poder preservar a la mayor cantidad de personas.

En cada pueblo, como en cada sociedad, hay diversos individuos que cumplen un rol y es común ver en la misa desde la mujer que vende el desayuno, pasando por el ganadero hasta el hombre que todo el mundo sabe que anda armado, pero nadie lo dice. Todos son recibidos aquí, esta parroquia es un sitio donde reina la paz en un entorno de violencia. Aquí los problemas se  dejan a un lado y todo el mundo le rinde honores a la frase bíblica de “Ámense unos a los otros”. Desde que entras puedes ver cómo toda el que llega no habla, no conversa como suele suceder, toda persona que llega, se arrodilla y empieza a orar como si su vida dependiese de ello y solo se detiene si las campanas cesan en señal de que la eucaristía va a comenzar.

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En El Nula, la gente asiste a la iglesia porque siente que es el único lugar en donde es escuchada, donde puede llevar sus peticiones y donde puede congregarse para conseguir tranquilidad, esa que en este pueblo lleno de productos importados precisamente escasea. La iglesia es una fuente de poder que lucha día a día por obtener más espacios y llegar a más mentes, como si esto, más que una guerra entre hombres, fuera una guerra entre el bien y el mal. “La fe es el camino de los valientes, es la guía que te muestra el camino; pero jamás te obliga a seguirlo. Aquí no existe el miedo, existe una necesidad de cambio” culmina Kleybert con una voz resquebrajada.

Esto me dio un espectro mucho más amplio de lo que sucede en esta localidad a 40 minutos de Colombia. Pero aún me queda algo por responder: ¿es mal visto ir a misa? En esta zona de conflicto, que mucha gente asista no quiere decir que tenga la aprobación de las llamadas «fuerzas del orden», por lo que quería saber si había una posibilidad de que esas fuerzas arrebataran el poder de influencia que tiene la parroquia sobre esta comunidad, porque es bien sabido por todos que estas fuerzas se valen de cualquier cosa para hacer preservar su autoridad.

 “Con la Iglesia no se mete nadie”, me respondió Kleybert.

♦Texto: Miguel Ángel Artiles. Estudiante del 4to. semestre de Comunicación Social y participante de PAZando 2020/Foto: Dirección de Identidad y Misión UCAB


PAZando es un programa de inserción social estudiantil, promovido por la Dirección de Identidad y Misión de la UCAB, a través del cual los participantes viajan a distintas comunidades rurales del país, con el fin de conocer la realidad que viven sus habitantes, intercambiar experiencias y ofrecer apoyo y atención desde su área de competencia, todo como parte de la misión de la universidad de formar profesionales solidarios y comprometidos con los sectores vulnerables.

Esta crónica forma parte de una serie que busca dejar testimonio de cómo la experiencia de PAZando cambia la vida de los estudiantes que se involucran en este proyecto.

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